domingo, 7 de enero de 2018

La Epifanía del Señor; 7 de enero del 2018, Homilía FFF.

Isaías 601-6; Salmo 71; Efesios 32-3. 5-6; Mateo 21-12

Año tras año celebramos esta fiesta de la Manifestación de Dios a toda la humanidad en ese niño, Jesús, que María sostiene en sus brazos, bajo la tierna mirada de José, su padre. La encarnación es la suprema manifestación de Dios a los hombres y mujeres de todo el mundo. No hay mayor signo de esa presencia divina en todo el mundo y a través de toda la historia de los seres humanos, que el niño recostado en un pesebre. Dios todopoderoso, creador de toda la realidad, de todos los mundos posibles, de todas las galaxias, se vacía de sí mismo para presentarse en la historia humana como lo totalmente otro, a fin de hacerse asequible a los hombres y mujeres de todo el mundo. Tal cual como Dios no podía hacerse presente entre nosotros, pero sí como un ser humano más. Ese es el acto más amoroso que Dios pudo haber tenido con la humanidad. Ya que no podíamos acercarnos a Él, Él se acerca y se hace uno con nosotros.
En el Antiguo Testamento, sólo las grandes figuras de la historia de Israel podían ver cara a cara a Dios, como Moisés, sin ser aniquilados por la fuerza divina. Pero la encarnación rompe esa distancia y nos permite acercarnos a él con absoluta confianza. Es la maravilla que resalta la Carta a los Hebreos: Dios ha hablado de diversas formas a su pueblo, pero hoy, al llegar la plenitud de los tiempos, lo ha hecho a través de su hijo Jesucristo.
Y éste es el hecho extraordinario que la liturgia quiere celebrar. Jesús es el “Emanuel”, el “Dios con nosotros”, y ha llegado no sólo para el pueblo de Israel sino para toda la humanidad. La Narración es muy sencilla y fácil de comprender. Los Reyes Magos, que vienen de oriente, es decir, de diversas razas y culturas, hacen una larga travesía para adorar al niño recostado en el pesebre. Una luz interior, una estrella, los hace salir de sus propios pueblos, llamados por algo extraordinario: buscar a Dios que en Jesús había nacido en un portal. Una moción interior los impulsa en esta búsqueda y no paran hasta que encuentran lo que querían. Reconocen su divinidad, lo adoran, le dan sus dones y regresan.
El simbolismo es claro: el Hijo de Dios atrae a personas de todo el mundo, para manifestarse, para darse a conocer, para decirnos que la Revelación de Dios, su manifestación, no es sólo para el pueblo de Israel, sino para la humanidad entera. Una vez realizado su cometido, regresan como portadores de la “buena noticia”, del “Evangelio” que les ha sido revelado a ellos.
Hagamos algunas consideraciones que nos faciliten entrar un poco más en este misterio del Nacimiento de Jesús.
1.      A Jesús no se le encuentra en los grandes palacios o en casas lujosas, ni en las grandes capitales o imperios del mundo, sino en el lugar más humilde y despreciado de un pueblo sometido a la esclavitud. Ni siquiera nace en una casa, sino entre animales, probablemente en una cueva, en un pesebre con un poco de paja para recostarlo.
2.      Jesús entra a la humanidad con ningún privilegio. Como dice la Carta a los Filipenses, “no quiso retener para sí su condición divina, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo”. Dios comenzará la redención del mundo desde el reverso de la historia. Se hace uno con los pobres, para desde ahí comenzar su oferta de salvación. Él va de abajo para arriba, y no al revés. Desde los pobres lanzará su oferta de salvación.
3.      Los pastores y los Reyes magos nos enseñan que para encontrar a Jesús, hay que salir de la propia tierra, de las propias comodidades, del sitio donde nos encontramos a gusto, y echarse a andar en la búsqueda.
4.      Iniciar la búsqueda implica estar atentos a “los signos de los tiempos” –como dice el Concilio Vaticano II”- para ver y escuchar las mociones que Dios nos da y que nos invita a seguirlas. El que no vive con los ojos abiertos, el que no sabe leer lo que va pasando a su alrededor, el que no es capaz de registrar las mociones que surgen en su interior, nunca saldrá de su propia tierra ni se aventurará en ninguna búsqueda.
5.      El salir implica retos: dejar comodidades, arriesgarse en una búsqueda que nadie garantiza que será exitosa, exponerse a peligros o riesgos que pueden hacer dudar de si se sigue o no adelante con el proyecto. Pero para el que ha sentido la llamada, todo vale la pena.
6.      Pero también implica “llegar y ver”. Es decir, tener la experiencia del encuentro con Dios en Jesús. No se dejaron sorprender por mil cosas que vieron en el camino ni se perdieron en ellas: no cambiaron al Creador por la creatura; no se distrajeron; no perdieron el sentido de su búsqueda. Fueron directos hasta encontrar lo que buscaban “el niño con su madre”. Y en ese momento experimentaron la gran consolación de quien cruza su camino con el Dios encarnado. Ahí la búsqueda tuvo sentido; y su vida adquirió uno nuevo. No sólo ellos le regalaron algo a Jesús; si no Jesús les regaló la transformación de su vida.
7.      Al inicio de su vida pública, Juan Bautista señala a Jesus como el “Cordero de Dios”; sus discípulos lo miran; quedan cautivados por Jesús y se le acercan y le preguntan dónde vive. Simplemente les dice: “vengan y lo verán”. De nuevo, salir de uno mismo y entrar en la experiencia directa de Jesús, es lo único que nos puede hacer encontrarnos con el Hijo de Dios.
La gran invitación de este domingo, por consiguiente, es: ¿hacia dónde tenemos que movernos? ¿Qué es lo que tenemos que dejar y qué tenemos que buscar para encontrarnos con Jesús? ¿Dónde podemos hoy encontralo? ¿Cómo podemos anunciar al mundo que la salvación ha llegado a nuestra historia?

Estamos viviendo en una sociedad plagada de signos de violencia, atropellos, arbitrariedades, injusticias, muertes y desamparo. ¿Cómo responder a eso desde el Niño recostado en un pesebre?