Isaías 601-6; Salmo 71; Efesios 32-3. 5-6; Mateo
21-12
Año tras año celebramos esta fiesta
de la Manifestación de Dios a toda la humanidad en ese niño, Jesús, que María
sostiene en sus brazos, bajo la tierna mirada de José, su padre. La encarnación
es la suprema manifestación de Dios a los hombres y mujeres de todo el mundo. No
hay mayor signo de esa presencia divina en todo el mundo y a través de toda la historia
de los seres humanos, que el niño recostado en un pesebre. Dios todopoderoso,
creador de toda la realidad, de todos los mundos posibles, de todas las
galaxias, se vacía de sí mismo para presentarse en la historia humana como lo
totalmente otro, a fin de hacerse asequible a los hombres y mujeres de todo el
mundo. Tal cual como Dios no podía hacerse presente entre nosotros, pero sí
como un ser humano más. Ese es el acto más amoroso que Dios pudo haber tenido
con la humanidad. Ya que no podíamos acercarnos a Él, Él se acerca y se hace
uno con nosotros.
En el Antiguo Testamento, sólo las grandes figuras de la historia de
Israel podían ver cara a cara a Dios, como Moisés, sin ser aniquilados por la
fuerza divina. Pero la encarnación rompe esa distancia y nos permite acercarnos
a él con absoluta confianza. Es la maravilla que resalta la Carta a los Hebreos:
Dios ha hablado de diversas formas a su pueblo, pero hoy, al llegar la plenitud
de los tiempos, lo ha hecho a través de su hijo Jesucristo.
Y éste es el hecho extraordinario que la liturgia quiere celebrar.
Jesús es el “Emanuel”, el “Dios con nosotros”, y ha llegado no sólo para el
pueblo de Israel sino para toda la humanidad. La Narración es muy sencilla y fácil
de comprender. Los Reyes Magos, que vienen de oriente, es decir, de diversas
razas y culturas, hacen una larga travesía para adorar al niño recostado en el
pesebre. Una luz interior, una estrella, los hace salir de sus propios pueblos,
llamados por algo extraordinario: buscar a Dios que en Jesús había nacido en un
portal. Una moción interior los impulsa en esta búsqueda y no paran hasta que
encuentran lo que querían. Reconocen su divinidad, lo adoran, le dan sus dones
y regresan.
El simbolismo es claro: el Hijo de Dios atrae a personas de todo
el mundo, para manifestarse, para darse a conocer, para decirnos que la
Revelación de Dios, su manifestación, no es sólo para el pueblo de Israel, sino
para la humanidad entera. Una vez realizado su cometido, regresan como
portadores de la “buena noticia”, del “Evangelio” que les ha sido revelado a
ellos.
Hagamos algunas consideraciones que nos faciliten entrar un poco más
en este misterio del Nacimiento de Jesús.
1.
A Jesús no se le encuentra en
los grandes palacios o en casas lujosas, ni en las grandes capitales o imperios
del mundo, sino en el lugar más humilde y despreciado de un pueblo sometido a
la esclavitud. Ni siquiera nace en una casa, sino entre animales, probablemente
en una cueva, en un pesebre con un poco de paja para recostarlo.
2.
Jesús entra a la humanidad con
ningún privilegio. Como dice la Carta a los Filipenses, “no quiso retener para
sí su condición divina, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de
siervo”. Dios comenzará la redención del mundo desde el reverso de la historia.
Se hace uno con los pobres, para desde ahí comenzar su oferta de salvación. Él
va de abajo para arriba, y no al revés. Desde los pobres lanzará su oferta de
salvación.
3.
Los pastores y los Reyes magos
nos enseñan que para encontrar a Jesús, hay que salir de la propia tierra, de las
propias comodidades, del sitio donde nos encontramos a gusto, y echarse a andar
en la búsqueda.
4.
Iniciar la búsqueda implica
estar atentos a “los signos de los tiempos” –como dice el Concilio Vaticano II”-
para ver y escuchar las mociones que Dios nos da y que nos invita a seguirlas. El
que no vive con los ojos abiertos, el que no sabe leer lo que va pasando a su
alrededor, el que no es capaz de registrar las mociones que surgen en su
interior, nunca saldrá de su propia tierra ni se aventurará en ninguna búsqueda.
5.
El salir implica retos: dejar
comodidades, arriesgarse en una búsqueda que nadie garantiza que será exitosa,
exponerse a peligros o riesgos que pueden hacer dudar de si se sigue o no
adelante con el proyecto. Pero para el que ha sentido la llamada, todo vale la
pena.
6.
Pero también implica “llegar y
ver”. Es decir, tener la experiencia del encuentro con Dios en Jesús. No se
dejaron sorprender por mil cosas que vieron en el camino ni se perdieron en
ellas: no cambiaron al Creador por la creatura; no se distrajeron; no perdieron
el sentido de su búsqueda. Fueron directos hasta encontrar lo que buscaban “el
niño con su madre”. Y en ese momento experimentaron la gran consolación de
quien cruza su camino con el Dios encarnado. Ahí la búsqueda tuvo sentido; y su
vida adquirió uno nuevo. No sólo ellos le regalaron algo a Jesús; si no Jesús
les regaló la transformación de su vida.
7.
Al inicio de su vida pública,
Juan Bautista señala a Jesus como el “Cordero de Dios”; sus discípulos lo
miran; quedan cautivados por Jesús y se le acercan y le preguntan dónde vive. Simplemente
les dice: “vengan y lo verán”. De nuevo, salir de uno mismo y entrar en la
experiencia directa de Jesús, es lo único que nos puede hacer encontrarnos con
el Hijo de Dios.
La gran invitación de este domingo, por consiguiente, es: ¿hacia dónde
tenemos que movernos? ¿Qué es lo que tenemos que dejar y qué tenemos que buscar
para encontrarnos con Jesús? ¿Dónde podemos hoy encontralo? ¿Cómo podemos anunciar
al mundo que la salvación ha llegado a nuestra historia?
Estamos viviendo en una sociedad plagada de signos de violencia,
atropellos, arbitrariedades, injusticias, muertes y desamparo. ¿Cómo responder
a eso desde el Niño recostado en un pesebre?