domingo, 28 de enero de 2018

4° Dom. Ordinario; En 28 '18; Homilía FFF


Deuteronomio 1815-20; Salmo 94; 1ª Corintios 732-35; Marcos 121-28

La liturgia continúa presentando los primeros hechos de Jesús con los que va descubriendo quién es y cuál es su Misión.
Es notable ver cómo el evangelio de Marcos, sin decirnos nada de su infancia, en su primer capítulo manifiesta ya toda la fuerza y sentido de su misión entre nosotros. Él es el enviado de Dios, de Yahvé, con todo el poder para anunciar el Reino con hechos y palabras; pues tiene que acreditarse como el verdadero profeta, como “el Enviado”.
Llega  a la Sinagoga y, sin más, comienza a enseñar. No ha necesitado de ningún signo milagroso para transmitir su mensaje. Es la fuerza que manifiesta, el impacto que les produce su personalidad, la verdad de sus palabras, que inmediatamente los congregados en la Sinagoga sienten el contraste entre la enseñanza de Jesús y la de los escribas. En éstos, el mensaje se escucha falso; quizá la vida de ellos es incoherente con lo que enseñan; pero no así en el de Jesús. Pocos signos ha realizado hasta ese momento, sin embargo su predicación impacta, llega al corazón de los oyentes de manera especial: sus palabras consuelan, animan, despiertan una ilusión que los escribas ahogan. Y de ahí el contraste: “quedaron asombrados de sus palabras, pues enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas”.
Sin embargo, las palabras solas no bastan. En ese momento, un endemoniado desafía a Jesús ante el asombro de todos los reunidos en la Sinagoga. “¿Qué quieres con nosotros, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios”. Pero la respuesta de Jesús con todo su poder no se hace esperar. El Evangelio nos dice que Jesús le ordenó: “¡Cállate y sal de él!”. Entonces, en ese momento “el espíritu inmundo, sacudiendo al hombre con violencia y dando un alarido, salió de él”.
La escena es impresionante. Jesús no sólo había convencido a sus oyentes con la predicación, sino que ahora los impacta con el poder que manifiesta: “Todos quedaron estupefactos y se preguntaban: ¿Qué es esto? ¿Qué nueva doctrina es ésta? Este hombre tiene autoridad para mandar hasta a los espíritus inmundos y lo obedecen”.
Sin decirlo explícitamente en ese momento, pero toda la escena manifiesta cómo el Reino de Dios está llegando a su pueblo. Jesús será el profeta de la misericordia, grande en “obras y en palabras”, como dirán posteriormente los Hechos de los Apóstoles. La acción de Jesús y sus palabras no tienen un contenido religioso o moralista. El Reino ha llegado, porque ya está entre las personas el Enviado de Dios, el Mesías, con toda su autoridad; pero, también porque ha comenzado la liberación de los oprimidos por el diablo.
Lo que haya dicho Jesús al inicio de su presencia en la Sinagoga, no se registra; sólo se reconoce su autoridad; pero lo que hace establece ya desde ese momento que el Mesías viene a arrebatar el poder a todos aquellos que oprimen a los hijos de Dios. La llegada del Reino, por consiguiente, es reconocer que Dios ha entrado en la historia a través de Jesús para liberar a todos los oprimidos por cualquier fuerza. La lucha de Jesús contra el mal será a muerte. Dios no quiere a nadie esclavizado por el poder del mal; y esa acción liberadora de Jesús será el signo de la llegada del Reino; será el signo de que lo más esencial para Dios es que los seres humanos vivan sin ninguna opresión. Con esto se sitúa más allá de cualquier religión. Jesús no realiza la expulsión del demonio, para que ese hombre sea mejor o cumpla las prescripciones de la ley. Simplemente, Dios no tolera la esclavitud del ser humano, y esa liberación es el mejor signo de que el Reino está llegando...
Su acción liberadora es contundente. A Jesús no le importa la condición del endemoniado; no le pregunta si ha pecado; no averigua su historia para ver por qué el demonio entró en él; no le interesa saber si es o no culpable. Simplemente lo libera y así manifiesta claramente qué significa que el Reino está llegando en Jesús: es el espacio en el que los hombres pueden reincorporarse a una vida en la que se les ha devuelto su dignidad; en la que vuelven a ser las personas que eran, pero ahora en Jesús de Nazaret.
La primera lectura alude la futura venida del Mesías. “Yo haré surgir en medio de tus hermanos un profeta como tú –Yahvé le dice a Moisés-…; y él dirá lo que le mande yo”. Jesús será ese profeta que hablará y hará lo que Dios, su Padre, le pida. Y a nosotros nos toca preguntarnos qué tanto creemos en el Jesús del Evangelio; qué tanto nuestra fe en Él se ha convertido en una experiencia fundamente en nuestra vida; qué tanto escuchamos esas palabras que conmovieron a la audiencia que había en la Sinagoga y estamos dispuestos a responder.
El Reino estará entre nosotros en la medida en que cada vez menos personas estén oprimidas por el diablo, como esa fuerza del mal que tiene esclavizados a los hijos de Dios. Y creer en Él es creer que la fuerza de Dios es mayor que el mal que impera en el mundo y que unidos a su fuerza seremos capaces de transformar nuestra sociedad.