1er Samuel 33-10. 19; Salmo 39; 1ª Corintios
613-15. 17-20; Juan 135-42
El mensaje central de este domingo está puesto en “la llamada” que
Dios nos hace a cada uno para una misión determinada; y la gran cuestión es si
estamos preparados para escucharlo y dispuestos para responder. Podemos
perdernos en la inmensa humareda de nuestras preocupaciones cotidianas y no ver
lo que debería ser evidente y que, a final de cuentas, es lo único que
realmente importa, pues es donde se juega nuestra vida.
Las lecturas nos presentan diversos personajes de la Historia de
Salvación que pueden ayudarnos a evidenciar dónde estamos parados.
En la Primera Lectura, el libro de Samuel nos describe el momento en que el Señor Dios, Yahvé, lo
llama pero sin una total claridad; es más, la llamada llega en medio de la
noche, en la incertidumbre del sueño, con la ambigüedad que no nos facilita
descubrir lo que Dios quiere de nosotros, a fin de responderle.
Samuel duerme y de pronto una voz lo despierta llamándolo por su
nombre. Samuel que vive en la Casa del Sacerdote Elí a su servicio, piensa que
es el Sacerdote quien lo llama. Dos veces se levanta, pero Elí le dice que él
no lo ha llamado. Viene una tercera vez y, entonces, Elí capta que es Yahvé
quien lo está llamando y le pide a Samuel que le diga: “Habla, Señor; tu siervo
te escucha”. La lectura sólo menciona cómo en adelante Samuel crecía y el Señor
estaba con él.
Interesante destacar cómo el llamado no sucede en las mejores
condiciones para ser captado. Cuando el Señor nos llama, no necesariamente se
realiza con toda claridad; incluso parece que el Señor juega con Samuel; pero éste
no se desespera como tampoco Elí, quien será el que entiende lo que está
pasando y lo invita a dirigirse ya directamente a Yahvé, a fin de descubrir lo
que quiere y espera de él. La narración no va más delante; sólo deja en claro que
Samuel ha sido llamado por el Señor, que le ha respondido y que de aquí en
adelante su vida estará consagrada a Él.
El Evangelio nos presenta ahora una de las narraciones más bellas que podemos
encontrar en sus páginas; casi podríamos decir que cada frase tiene algo que
decirnos.
La narración comienza cuando Juan el Bautista
está con 2 de sus discípulos y pasa Jesús
cerca de ellos. Juan lo descubre; tiene ojos para conocerlo, para descubrir en
esa persona que pasa al Mesías, al enviado de Dios. Ahí está el primer dato: la
mirada de Juan tiene la sensibilidad, la experiencia, el contacto con lo
profundo, para entender que esa persona que pasa es más que un hombre común y
corriente. ¿Así es nuestra mirada?
Lo segundo es que sabe y acepta que ya no es a él a quien sus discípulos
tienen que seguir, sino al Mesías, a Jesús. En ese momento, él pasa a un
segundo lugar. No retiene para sí a los discípulos que, quizá, con mucho
trabajo había podido conseguir. Sin celos ni competencias, fijando la mirada en
Jesús, simplemente les dice: “Éste es el
cordero de Dios”. Maravilloso ver cómo el Bautista se hace a un lado, cómo
se quita, para dejar que ahora Jesús sea el protagonista.
Los dos discípulos, también con una gran sencillez, sin aspavientos ni cosa
parecida, dice el Evangelio que “siguieron
a Jesús”. El que está buscando, al menor signo de haber encontrado lo que
buscaba, responde inmediatamente. Juan y
Andrés no se la piensan; no dudan; no ponen pretextos; no se entretienen. Escuchan
la revelación que contiene lo que el Bautista les dice, y se ponen a seguir a
Jesús.
A su vez, Jesús al sentir que lo siguen, le pregunta: “¿Qué buscan?”. No da por supuesto nada;
el Seguimiento de Jesús implica una respuesta clara, una voluntad explícita y
un deseo claro. Ellos, a su vez, profundamente sorprendidos, no saben ni qué
decir, y responden con otra pregunta: “¿Dónde
vives?”. Y continuando con la misma sencillez, Jesús les responde: “Vengan a ver”. Entonces –señala el
Evangelio- “fueron…, vieron dónde vivía y
se quedaron con él ese día”.
Samuel es llamado por Yahvé, sin claridad sobre su llamado; Juan y Andrés sienten el deseo de “seguir a Jesús”, de permanecer con Él,
de descubrirlo. La fuerza de cualquier cristiano que quiera hacer algo por los
demás, surge del encuentro personal con Jesús, de estar con Él, de permanecer.
La construcción del Reino, la lucha por la fe y la justicia, por
un orden nuevo de cosas, que ha surgido de una experiencia creyente, no puede
prescindir en ningún momento de la relación profunda, íntima, con Jesús. Separarse
de Jesús es romper el vínculo con el Reino: el Jesús del Reino y el Reino que
propuso Jesús, no pueden estar disociados. Un Reino sin Jesús, lleva a una
total desviación que frecuentemente termina en cacicazgos o dictaduras; y un
Jesús sin el Reino, conduce a espiritualismos alienantes que nada tienen que
ver con la realidad por la que Jesús dio la vida.
¿Podemos decir a los demás que hemos encontrado al Mesías?