domingo, 10 de diciembre de 2017

2° Dom. de Adviento; Dic. 10 '17; Conversión Sostenida; J.A. Pagola

Preparadle el camino al Señor.
Entre el otoño del año 27 y la primavera del 28 aparece en el horizonte religioso de Palestina un profeta original e independiente que provoca un fuerte impacto en el pueblo. Su nombre es Juan. Las primeras generaciones lo vieron siempre como el hombre que preparó el camino a Jesús.
Hay algo nuevo y sorprendente en este profeta. No predica en Jerusalén como Isaías y otros profetas: vive apartado de la elite del templo. Tampoco es un profeta de la corte: se mueve lejos del palacio de Antipas. De él se dice que es «una voz que grita en el desierto», un lugar que no puede ser fácilmente controlado por ningún poder.
No llegan hasta el desierto los decretos de Roma ni las órdenes de Antipas. No se escucha allí el bullicio del templo. Tampoco se oyen las discusiones de los maestros de la ley. En cambio, se puede escuchar a Dios en el silencio y la soledad. Es el mejor lugar para iniciar la conversión a Dios preparando el camino a Jesús.
Éste es precisamente el mensaje de Juan: «Preparad el camino al Señor allanad sus senderos». Este «camino del Señor» no son las calzadas romanas por donde se mueven las legiones de Tiberio. Estos «senderos» no son los caminos que llevan al templo. Hay que abrir caminos nuevos al Dios que llega con Jesús.
Esto es lo primero que necesitamos también hoy: convertimos a Dios, volver a Jesús, abrirle caminos en el mundo y en la Iglesia. No se trata de un «aggiornamento» ni de una adaptación al momento actual. Es mucho más. Es poner a la Iglesia entera en estado de conversión.
Probablemente se necesitará mucho tiempo para poner la compasión en el centro del cristianismo. No será fácil pasar de una «religión de autoridad» a una «religión de llamada». Pasarán años hasta que en las comunidades cristianas aprendamos a vivir para el reino de Dios y su justicia. Se necesitarán cambios profundos para poner a los pobres en el centro de nuestra religión.

A Jesús sólo se le puede seguir en estado de conversión. Necesitamos alimentar una «conversión sostenida». Una actitud de conversión que hemos de transmitir a las siguientes generaciones. Sólo una Iglesia así es digna de Jesús.

2° dom. de Adviento; Dic. 10 del 2017; Preparar la venida del Señor; FFF

Isaías 401-5. 9-11; Salmo 84; 2ª Pedro 38-14; Marcos 11-8
Entramos ya al tiempo de Adviento; al tiempo de la espera, de la preparación para la llegada del Señor. La liturgia quiere que nos preparemos, pero también que nos alegremos porque “viene nuestro Salvador”, nuestro Mesías; y a eso van las 3 lecturas de este domingo.
Comencemos por el profeta Isaías. En el contexto del desastre y el exilio del Pueblo de Israel, cuando las condiciones socio-políticas son totalmente adversas, cuando no hay para los judíos ningún signo visible de esperanza, el Profeta que habla en nombre de Yahvé grita a voz en cuello: “Consuelen, consuelen a mi pueblo. Díganle a gritos que ya terminó el tiempo de su servidumbre”. Y la razón de tal esperanza y de tal consuelo la resume Isaías en la siguiente afirmación: porque “aquí está su Dios. Aquí llega el Señor, lleno de poder… Como pastor apacentará a su rebaño”.
La razón profunda de esa esperanza anunciada no se finca ni en la acción del hombre ni en un cambio mágico de las circunstancias y condiciones en las que se encuentra Israel; sino, simplemente, en el poder de ese Dios que se acerca al pueblo que sufre, para librarlo de su esclavitud y servidumbre y devolverlo a la tierra prometida de la que habían sido exiliados. Si hay algo que caracteriza a ese Dios es su misericordia, su capacidad de sufrir con los que sufren y, entonces, de intervenir para bien de los suyos. Yahvé se compadece del sufrimiento de sus hijos y actúa libre y espontáneamente para aliviar su dolor; y no porque ellos hayan cambiado o se hayan convertido, sino porque su misericordia es mayor que los pecados que ellos hayan cometido: no importa si se convirtieron o no; sino que Dios ya no soporta el dolor que los atraviesa.
La iniciativa es totalmente de Él; pero, al mismo tiempo, le pide a su pueblo que “prepare el camino del Señor en el desierto… Que todo valle se eleve, que todo monte y colina se rebajen; que lo torcido se enderece y lo escabroso se allane”. Sólo entonces “se revelará la gloria de Señor y todos los hombres la verán”.
Y esto es lo importante del texto de Isaías que nos lanza a una paradoja: la salvación viene de Dios; de Él es la iniciativa; pero al mismo tiempo el pueblo de Israel tiene que preparar esa venida. Pero, entonces, ¿de quién depende la salvación y la venida de Yahvé a salvar: de la iniciativa divina o de la preparación que el pueblo haga? ¿Es el ser humano el que por su propia fuerza de voluntad hará que Dios venga a salvarlo, o no? Pero, entonces, ¿ya para qué viene?
Si el ser humano puede allanar lo escabroso y enderezar todos los caminos por sí mismo, entonces ya no necesita que Dios venga a salvarlo, porque él mismo lo consiguió por sus propias fuerzas. ¿O la salvación es algo más que allanar la injusticia y el dolor en el mundo?
Dentro de la paradoja, lo que Isaías deja claro en este texto es que definitivamente Dios es el que salva; pero que simultáneamente el hombre no puede quedarse con los brazos cruzados: Dios salva, pero el ser humano tiene que responder. Ahora bien, parece entonces que es la gracia y el poder de Dios los que gratuitamente nos ayudan para actuar conforme a su voluntad y poder así lograr mejores condiciones de vida, disminuyendo el sufrimiento que nos aqueja; pero también es cierto que nosotros tenemos que actuar. De forma que el don de Dios se convierte en la invitación a que respondamos poniendo lo que nos toca. El evangelio lo dejó claro: Jesús hacía milagros, pero sólo si la gente tenía fe.
San Pedro, en su 2ª carta, nos aclara la paradoja: el ser humano tiene que actuar, pero es Dios quien nos ayuda a responder; sin embargo, la intervención de Dios no termina aquí; va más allá. “Nosotros confiamos en la promesa del Señor –dice San Pedro- y esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, en que habite la justicia”. La promesa e intervención de Dios van más allá de un mundo plano de condiciones ideales para el ser humano; Dios nos ofrece un “cielo nuevo y una tierra nueva”: hay aquí una promesa que va más allá de cualquier expectativa humana: ésta es la verdadera salvación que Dios nos ofrece. Como diría San Pablo, “algo que ni el ojo vio ni el oído oyó”.
Es lo que afirma el Evangelio de Marcos: hay que preparar el camino, no para un mejor orden en el mundo, sino para recibir a una persona, a Jesús que es esperado como una verdadera “buena noticia”. Juan el Bautista invita a una conversión de los pecados; Jesús a recibir el Reino, a recibirlo a Él, como presencia de Dios en el mundo. Ya no se trata de regresar a la tierra prometida, de que la injusticia se acabe; sino de recibir a una persona que hará efectiva la misericordia de Dios hacia sus hijos, “curando toda enfermedad y toda dolencia”.
En este sentido, el énfasis no lo podemos poner en el pecado, en la conversión individual, en el sentirnos buenos; sino en el prepararnos para recibir el mayor don que Dios nos ha dado: a su hijo Jesucristo y al Reino.
Prepararnos, pues, para esta navidad en el tiempo de adviento, no tiene que estar girando en torno a nuestros pecados y a la conversión individual. Claro, es condición; pero lo fundamental es abrirnos a recibir al hijo de Dios y acoger su oferta de salvación que está centrada en la aceptación del Reino de justicia y amor, que nos propuso Jesús en el evangelio.