Isaías 401-5.
9-11; Salmo 84; 2ª Pedro 38-14; Marcos 11-8
Entramos ya al
tiempo de Adviento; al tiempo de la espera, de la preparación para la llegada
del Señor. La liturgia quiere que nos preparemos, pero también que nos
alegremos porque “viene nuestro Salvador”,
nuestro Mesías; y a eso van las 3 lecturas de este domingo.
Comencemos por el profeta Isaías. En el contexto del desastre y el exilio del Pueblo de
Israel, cuando las condiciones socio-políticas son totalmente adversas, cuando
no hay para los judíos ningún signo visible de esperanza, el Profeta que habla en
nombre de Yahvé grita a voz en cuello: “Consuelen,
consuelen a mi pueblo. Díganle a gritos que ya terminó el tiempo de su
servidumbre”. Y la razón de tal esperanza y de tal consuelo la resume
Isaías en la siguiente afirmación: porque “aquí
está su Dios. Aquí llega el Señor, lleno de poder… Como pastor apacentará a su
rebaño”.
La razón
profunda de esa esperanza anunciada no se finca ni en la acción del hombre ni
en un cambio mágico de las circunstancias y condiciones en las que se encuentra
Israel; sino, simplemente, en el poder de ese Dios que se acerca al pueblo que
sufre, para librarlo de su esclavitud y servidumbre y devolverlo a la tierra
prometida de la que habían sido exiliados. Si hay algo que caracteriza a ese
Dios es su misericordia, su capacidad de sufrir con los que sufren y, entonces,
de intervenir para bien de los suyos. Yahvé se compadece del sufrimiento de sus
hijos y actúa libre y espontáneamente para aliviar su dolor; y no porque ellos
hayan cambiado o se hayan convertido, sino porque su misericordia es mayor que los
pecados que ellos hayan cometido: no importa si se convirtieron o no; sino que
Dios ya no soporta el dolor que los atraviesa.
La iniciativa es
totalmente de Él; pero, al mismo tiempo, le pide a su pueblo que “prepare el camino del Señor en el desierto…
Que todo valle se eleve, que todo monte y colina se rebajen; que lo torcido se
enderece y lo escabroso se allane”. Sólo entonces “se revelará la gloria de Señor y todos los hombres la verán”.
Y esto es lo
importante del texto de Isaías que nos lanza a una paradoja: la salvación viene de Dios; de Él es la iniciativa;
pero al mismo tiempo el pueblo de Israel tiene que preparar esa venida. Pero,
entonces, ¿de quién depende la salvación y la venida de Yahvé a salvar: de la
iniciativa divina o de la preparación que el pueblo haga? ¿Es el ser humano el
que por su propia fuerza de voluntad hará que Dios venga a salvarlo, o no?
Pero, entonces, ¿ya para qué viene?
Si el ser humano
puede allanar lo escabroso y enderezar todos los caminos por sí mismo, entonces
ya no necesita que Dios venga a salvarlo, porque él mismo lo consiguió por sus
propias fuerzas. ¿O la salvación es algo más que allanar la injusticia y el dolor
en el mundo?
Dentro de la
paradoja, lo que Isaías deja claro en este texto es que definitivamente Dios es
el que salva; pero que simultáneamente el hombre no puede quedarse con los
brazos cruzados: Dios salva, pero el ser humano tiene que responder. Ahora
bien, parece entonces que es la gracia y el poder de Dios los que gratuitamente
nos ayudan para actuar conforme a su voluntad y poder así lograr mejores
condiciones de vida, disminuyendo el sufrimiento que nos aqueja; pero también
es cierto que nosotros tenemos que actuar. De forma que el don de Dios se convierte en la invitación a que respondamos
poniendo lo que nos toca. El evangelio lo dejó claro: Jesús hacía milagros, pero
sólo si la gente tenía fe.
San Pedro, en su 2ª carta,
nos aclara la paradoja: el ser humano tiene que actuar, pero es Dios quien nos
ayuda a responder; sin embargo, la intervención de Dios no termina aquí; va más
allá. “Nosotros confiamos en la promesa
del Señor –dice San Pedro- y
esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, en que habite la justicia”. La
promesa e intervención de Dios van más allá de un mundo plano de condiciones
ideales para el ser humano; Dios nos ofrece un “cielo nuevo y una tierra nueva”: hay aquí una promesa que va más
allá de cualquier expectativa humana: ésta es la verdadera salvación que Dios
nos ofrece. Como diría San Pablo, “algo
que ni el ojo vio ni el oído oyó”.
Es lo que afirma
el Evangelio de Marcos: hay que
preparar el camino, no para un mejor orden en el mundo, sino para recibir a una
persona, a Jesús que es esperado como una verdadera “buena noticia”. Juan el
Bautista invita a una conversión de los pecados; Jesús a recibir el Reino, a
recibirlo a Él, como presencia de Dios en el mundo. Ya no se trata de regresar
a la tierra prometida, de que la injusticia se acabe; sino de recibir a una
persona que hará efectiva la misericordia de Dios hacia sus hijos, “curando toda enfermedad y toda dolencia”.
En este sentido,
el énfasis no lo podemos poner en el pecado, en la conversión individual, en el
sentirnos buenos; sino en el prepararnos para recibir el mayor don que Dios nos
ha dado: a su hijo Jesucristo y al Reino.
Prepararnos,
pues, para esta navidad en el tiempo de adviento, no tiene que estar girando en
torno a nuestros pecados y a la conversión individual. Claro, es condición;
pero lo fundamental es abrirnos a recibir al hijo de Dios y acoger su oferta de
salvación que está centrada en la aceptación del Reino de justicia y amor, que
nos propuso Jesús en el evangelio.