Isaías 256-10; Salmo 22; Filipenses 412-14. 19-20;
Mateo 221-14
En este domingo, tanto la primera lectura como el Evangelio nos presentan
parábolas coincidentes. Ambos se refieren a la plenitud de la vida humana, a la
felicidad máxima a la que puede aspirar todo ser humano, como un gran banquete.
¿Cuáles son los aspectos comunes y en qué se diferencias?
Primero, ambos se refieren a esa plenitud
de la vida como un “banquete”. Y de alguna manera –aunque esto sólo sea una
forma humana de describir con palabras lo vendrá- con ello se pretende figurar
que la otra vida será algo maravilloso; una gran fiesta en la que nada faltará,
rodeados de la gente que más queremos, en un banquete interminable. Cierto,
esto sólo es una parábola; pero todos sabemos que de los gozos más profundos
que podemos vivir en esta vida nos llevan a celebrar la vida, la amistad, la
alegría, con una gran fiesta, con un gran banquete en el que convivimos plenamente
con las personas que queremos.
Las dos lecturas, por consiguiente, nos hacen un llamado que anticipa lo que está por venir. Cierto,
esta vida tiene realidades maravillosas; pero nada se puede comparar con la
plenitud que nos espera. Esta vida, la que vivimos, si sabemos vivirla, tiene
momentos increíbles; y, sin embargo, no es más que un remedo de la otra.
Segundo, Dios es el que nos la
prepara y nos invita. Es el Señor mismo, el Rey, el que hace la fiesta; el
que nos invita al banquete; el que nos lo ofrece gratuitamente. Él es el
primero interesado en ofrecernos la plenitud de la felicidad; pero el riesgo es
que en el paso por el mundo, justo porque tiene momentos maravillosos, rechacemos
la invitación a entrar en el Reino y nos quedemos atorados con el mundo
presente y sus ilusiones.
Y este riesgo es absolutamente real. El Evangelio señala con tristeza
y rabia, que los invitados no quisieron entrar; aquellos para quienes estaba
hecho el banquete, tenían otras cosas que hacer o intereses que les parecieron
más importantes que acudir a la invitación del Rey. Dios no fuerza a nadie. La
invitación ahí está y de cada uno depende si quiere responder a ella o no.
Tercero, lo impactante es que a la Boda terminaron por ir aquellos para
quienes no estaba hecha la fiesta: buenos
y malos. Obvio, que aquí Jesús se refiere a los judíos, en primer lugar, quienes
lo rechazaron y no lo aceptaron ni lo reconocieron. Por eso, ahora la invitación
va más allá de ellos, a todos los que quieran entrar al Banquete. Lo
sorprendente es que también se refiere “a los malos”. La misericordia de Dios
lo lleva a buscar a todos sus hijos; no por su condición ética o moral, sino
porque todos necesitamos la salvación de Dios.
Cuarto, Isaías pone otra
imagen que de alguna manera explica por qué rechazamos la entrada al Reino:
porque hay “un velo que cubre el rostro
de todos los pueblos, un paño que oscurece a todas las naciones”, y nos
impide ver la verdadera realidad que nos espera. Ese velo es justo la muerte, pero que Isaías
afirma que será destruida para siempre por Dios mismo: “Él enjugará las lágrimas
de todos los rostros”. La muerte, a quien tanto tememos, es sólo el velo que
nos impide ver la otra parte de la vida a la que hemos sido llamados; es lo que
hace que prefiramos quedarnos con lo que tenemos y no apostar por lo que viene;
es lo que nos hace no aceptar la invitación al banquete del Reino. La esperanza
que surge de la promesa de Dios es que Él mismo nos arrancará el paño que cubre
nuestros ojos.
Quinto, la astucia de Isaías, como también la de Jesús, es que la promesa que se hace al Pueblo comienza
ahora aunque la plenitud vendrá en la otra vida. Es decir, con Jesús
podemos ya adelantar de alguna manera lo que nos espera. Esta vida no puede ser
sólo un valle de lágrimas. El vivir la vida desde Jesús, luchando por el Reino,
celebrando la alegría con los hermanos y hermanas, es el inicio de lo que está
por venir. Pero ciertamente tendremos que
quitarnos el velo (lo que nos impide ver la vida con perspectiva) y aceptar
la invitación de participar del banquete del Reino ya desde ahora, pues el
Señor Jesús ya está con nosotros. La salvación se ha adelantado, justo porque Dios
está en nuestra tierra y participa en nuestras mesas. No tenemos que esperar a
la muerte, para comenzar a vivir el Reino ya desde ahora.
Finalmente, San Pablo nos alienta a vivir con ilusión y esperanza la
invitación del Reino que Jesús nos hace, pues “todo lo podemos en aquel que nos conforta”. Dios “remediará con esplendidez todas nuestras
necesidades…, por medio de Cristo Jesús”.
Animémonos, pues, a vivir ya desde ahora el Banquete del Reino,
ayudados por Dios, buscando crear una sociedad que pueda anticipar lo que
viviremos después de la muerte.