Isaías 451. 4-6; Salmo 95; Tesalonicenses 11-5;
Mateo 2215-21
La clave fundamental de este domingo está centrada en torno a la
centralidad de Dios mismo en nuestras vidas.
Isaías nos relata cómo Ciro, rey de Persia, recibe una invitación
especial de lo alto, a fin de permitir que los hebreos regresen a Jerusalén y
reconstruyan su Templo. Interesante cómo un Rey que no es del pueblo elegido ni
conoce a Yahvé capta su mensaje, en torno a la liberación de su pueblo. Isaías,
entonces, aprovecha esto para mostrar cómo Yahvé es “el Señor y no hay otro; fuera de mí no hay Dios”, afirma
contundentemente.
En cuanto al evangelio de Mateo, de alguna manera subraya lo
mismo, al hablarnos de la trampa en la que los judíos quieren hacer caer a Jesús:
“¿Es lícito no o pagar el tributo al César?”
La respuesta de Jesús es categórica. Les pide a los fariseos, que van en
alianza con sus enemigos, los del partido de Herodes, que le muestren la moneda
del tributo, en cuya imagen está el César. Jesús, entonces, concluye: “Den, pues, al César lo que es del César, y
a Dios lo que es de Dios”.
A lo largo de la historia de la misma Iglesia Católica se ha
utilizado esta alocución de Jesús para justificar los impuestos, aceptando que
el mismo Jesús reconocía como otro poder que estaba a la par con Dios, como si
el César fuera también de origen divino. Pero en el fondo Jesús está afirmando
algo mucho más radical: está diciendo que al César no se le puede dar la
adoración que sólo le corresponde a Dios. A César, por decirlo de alguna
manera, le corresponde lo que está en juego en el mundo material, en el de las
relaciones políticas; pero que jamás se le puede dar el trato de “Dios”. Hay
que poner cada cosa en su lugar. Al primero le corresponde recibir lo que implica
su categoría de gobernante; pero al segundo, a Dios, le toca la categoría
absoluta de su divinidad, como único Señor de toda la historia.
En este trozo del evangelio no se toca el problema de lo justo o
injusto de los impuestos, ni la denominación injusta de los romanos gobernados
por el César; aunque de fondo sí se está cuestionando su autoridad, pues desde
la realidad de Dios, ningún ser humano tiene derecho a tener dominio sobre los
demás, a hacerlos esclavos ni a disponer de sus vidas y sus bienes, como lo
estaban haciendo los romanos.
Como dice Isaías, Dios es el único Señor de toda la historia; ningún
hombre puede asumir su divinidad, por más poderoso que sea. En pocas líneas y
con una conclusión contundente, Mateo pone las cosas en su lugar y enfatiza la
realidad de Dios por encima de cualquier cosa o persona.
Esto, que aparentemente no nos atañe, nos está lanzando el cuestionamiento
a cada uno de nosotros: ¿De verdad estamos reconociendo que el Padre de Jesús
es el único Señor de toda la historia, que sólo Él es el Dios verdadero? El
gran reto para nosotros, cristianos, es que muchas veces hemos puesto a Dios
como otro objeto más, dentro del sinnúmero de intereses y preferencias que
tenemos en nuestra vida. En otras palabras, a Dios lo hemos reducido a un ídolo
más y a las cosas que nos mueven en la vida las hemos convertido en pequeños
dioses, en ídolos, a quienes les sacrificamos la vida entera.
San Ignacio lo afirma con toda claridad: en el camino de la vida
es muy fácil confundirnos y olvidarnos que “somos creados por Dios y para Él”;
y tal confusión nos lleva a servir al dinero, al poder, al prestigio, a las
riquezas, como sustitutos de Dios; como aquello que nos podrá dar la felicidad
que siempre anhelamos. Simplemente, los hemos hecho ídolos de nuestros propios
altares; y dentro de ellos hemos puesto a uno más que es el Dios verdadero; lo
hemos reducido, si bien le va, a un rato los domingos, o a una oración antes de
salir de cada o antes de dormirnos. Como si fuera el amuleto que necesitamos
para protegernos, para que nada nos pase. Al mismo que acudimos, si el poder o
las riquezas ya no pueden darnos lo que en esos momentos necesitamos: como la
salud o el consuelo por una gran pérdida de bienes o de personas queridas.
De esta forma, le estamos dando al César lo que es exclusivo de
Dios. Frecuentemente no logramos poner en el centro absoluto de nuestras vidas,
en lo más profundo de los afectos, en el centro del corazón, al verdadero Dios,
al Dios de la historia, al único Señor. No hemos entendido que fuera de Él no
hay otro Dios; que todas las cosas, por más importantes que sean en nuestras
vidas, no pueden darnos lo que sólo le corresponde al Padre de Nuestro Señor
Jesucristo.
Por eso, San Ignacio, habla del “principio y fundamento” de
nuestras vidas; Dios ha de ser el centro, la piedra angular, aquello desde lo
que hacemos y realizamos toda la vida; ha de ser como la óptica desde lo que
todo lo vemos; lo que nos permite absolutizar lo que es absoluto, y relativizar
todo lo demás. Simplemente es cuestión de orden, de jerarquías.
Preguntémonos, entonces, quién está en el centro de nuestro corazón;
y si no es Dios, entonces le estaremos dando al César (al poder, las riquezas,
el prestigio, etc.) lo que es exclusivo de Dios.
Finalmente, San Pablo agradece a Dios, porque los tesalonicenses
han realizado obras que manifiestan la fe que tienen, como afirma también el apóstol
Santiago, “sin obras no hay fe”; además, reconoce “los trabajos fatigosos que ha
emprendido su amor y la perseverancia que les da su esperanza en Jesucristo,
nuestro Señor”, gracias a la “fuerza del Espíritu Santo” que produjo en ellos
abundantes frutos. ¿Esto refleja nuestra vida?
Dejémonos, pues, cuestionar por esta Palabra de Dios que hoy se nos
dirige.