domingo, 22 de octubre de 2017

29 Dom. Ord.; Oct. 22 '17; J.A. Pagola

LOS POBRES SON DE DIOS
A espaldas de Jesús, los fariseos llegan a un acuerdo para prepararle una trampa decisiva. No vienen ellos mismos a encontrarse con él. Les envían a unos discípulos acompañados por unos partidarios de Herodes Antipas. Tal vez, no faltan entre estos algunos poderosos recaudadores de los tributos para Roma.
La trampa está bien pensada: “¿Es lícito pagar impuestos al César o no?”. Si responde negativamente, le podrán acusar de rebelión contra Roma. Si legitima el pago de tributos, quedará desprestigiado ante aquellos pobres campesinos que viven oprimidos por los impuestos, y a los que él ama y defiende con todas sus fuerzas.
La respuesta de Jesús ha sido resumida de manera lapidaria a lo largo de los siglos en estos términos: “Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Pocas palabras de Jesús habrán sido citadas tanto como éstas. Y ninguna, tal vez, más distorsionada y manipulada desde intereses muy ajenos al Profeta, defensor de los pobres.
Jesús no está pensando en Dios y en el César de Roma como dos poderes que pueden exigir cada uno de ellos, en su propio campo, sus derechos a sus súbditos. Como todo judío fiel, Jesús sabe que a Dios “le pertenece la tierra y todo lo que contiene, el orbe y todos sus habitantes” (salmo 24). ¿Qué puede ser del César que no sea de Dios? Acaso los súbditos del emperador, ¿no son hijos e hijas de Dios?
Jesús no se detiene en las diferentes posiciones que enfrentan en aquella sociedad a herodianos, saduceos o fariseos sobre los tributos a Roma y su significado: si llevan “la moneda del impuesto” en sus bolsas, que cumplan sus obligaciones. Pero él no vive al servicio del Imperio de Roma, sino abriendo caminos al reino de Dios y su justicia.
Por eso, les recuerda algo que nadie le ha preguntado: “Dad a Dios lo que es de Dios”. Es decir, no deis a ningún César lo que solo es de Dios: la vida de sus hijos e hijas. Como ha repetido tantas veces a sus seguidores, los pobres son de Dios, los pequeños son sus predilectos, el reino de Dios les pertenece. Nadie ha de abusar de ellos.
No se ha de sacrificar la vida, la dignidad o la felicidad de las personas a ningún poder. Y, sin duda, ningún poder sacrifica hoy más vidas y causa más sufrimiento, hambre y destrucción que esa “dictadura de una economía sin rostro y sin un objetivo verdaderamente humano” que, según el papa Francisco, han logrado imponer los poderosos de la Tierra. No podemos permanecer pasivos e indiferentes acallando la voz de nuestra conciencia en la práctica religiosa.


29° dom. Ord; Oct 22 ´'17; Homilía FFF.

Isaías 451. 4-6; Salmo 95; Tesalonicenses 11-5; Mateo 2215-21

La clave fundamental de este domingo está centrada en torno a la centralidad de Dios mismo en nuestras vidas.
Isaías nos relata cómo Ciro, rey de Persia, recibe una invitación especial de lo alto, a fin de permitir que los hebreos regresen a Jerusalén y reconstruyan su Templo. Interesante cómo un Rey que no es del pueblo elegido ni conoce a Yahvé capta su mensaje, en torno a la liberación de su pueblo. Isaías, entonces, aprovecha esto para mostrar cómo Yahvé es “el Señor y no hay otro; fuera de mí no hay Dios”, afirma contundentemente.
En cuanto al evangelio de Mateo, de alguna manera subraya lo mismo, al hablarnos de la trampa en la que los judíos quieren hacer caer a Jesús: “¿Es lícito no o pagar el tributo al César?” La respuesta de Jesús es categórica. Les pide a los fariseos, que van en alianza con sus enemigos, los del partido de Herodes, que le muestren la moneda del tributo, en cuya imagen está el César. Jesús, entonces, concluye: “Den, pues, al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”.
A lo largo de la historia de la misma Iglesia Católica se ha utilizado esta alocución de Jesús para justificar los impuestos, aceptando que el mismo Jesús reconocía como otro poder que estaba a la par con Dios, como si el César fuera también de origen divino. Pero en el fondo Jesús está afirmando algo mucho más radical: está diciendo que al César no se le puede dar la adoración que sólo le corresponde a Dios. A César, por decirlo de alguna manera, le corresponde lo que está en juego en el mundo material, en el de las relaciones políticas; pero que jamás se le puede dar el trato de “Dios”. Hay que poner cada cosa en su lugar. Al primero le corresponde recibir lo que implica su categoría de gobernante; pero al segundo, a Dios, le toca la categoría absoluta de su divinidad, como único Señor de toda la historia.
En este trozo del evangelio no se toca el problema de lo justo o injusto de los impuestos, ni la denominación injusta de los romanos gobernados por el César; aunque de fondo sí se está cuestionando su autoridad, pues desde la realidad de Dios, ningún ser humano tiene derecho a tener dominio sobre los demás, a hacerlos esclavos ni a disponer de sus vidas y sus bienes, como lo estaban haciendo los romanos.
Como dice Isaías, Dios es el único Señor de toda la historia; ningún hombre puede asumir su divinidad, por más poderoso que sea. En pocas líneas y con una conclusión contundente, Mateo pone las cosas en su lugar y enfatiza la realidad de Dios por encima de cualquier cosa o persona.
Esto, que aparentemente no nos atañe, nos está lanzando el cuestionamiento a cada uno de nosotros: ¿De verdad estamos reconociendo que el Padre de Jesús es el único Señor de toda la historia, que sólo Él es el Dios verdadero? El gran reto para nosotros, cristianos, es que muchas veces hemos puesto a Dios como otro objeto más, dentro del sinnúmero de intereses y preferencias que tenemos en nuestra vida. En otras palabras, a Dios lo hemos reducido a un ídolo más y a las cosas que nos mueven en la vida las hemos convertido en pequeños dioses, en ídolos, a quienes les sacrificamos la vida entera.
San Ignacio lo afirma con toda claridad: en el camino de la vida es muy fácil confundirnos y olvidarnos que “somos creados por Dios y para Él”; y tal confusión nos lleva a servir al dinero, al poder, al prestigio, a las riquezas, como sustitutos de Dios; como aquello que nos podrá dar la felicidad que siempre anhelamos. Simplemente, los hemos hecho ídolos de nuestros propios altares; y dentro de ellos hemos puesto a uno más que es el Dios verdadero; lo hemos reducido, si bien le va, a un rato los domingos, o a una oración antes de salir de cada o antes de dormirnos. Como si fuera el amuleto que necesitamos para protegernos, para que nada nos pase. Al mismo que acudimos, si el poder o las riquezas ya no pueden darnos lo que en esos momentos necesitamos: como la salud o el consuelo por una gran pérdida de bienes o de personas queridas.
De esta forma, le estamos dando al César lo que es exclusivo de Dios. Frecuentemente no logramos poner en el centro absoluto de nuestras vidas, en lo más profundo de los afectos, en el centro del corazón, al verdadero Dios, al Dios de la historia, al único Señor. No hemos entendido que fuera de Él no hay otro Dios; que todas las cosas, por más importantes que sean en nuestras vidas, no pueden darnos lo que sólo le corresponde al Padre de Nuestro Señor Jesucristo.
Por eso, San Ignacio, habla del “principio y fundamento” de nuestras vidas; Dios ha de ser el centro, la piedra angular, aquello desde lo que hacemos y realizamos toda la vida; ha de ser como la óptica desde lo que todo lo vemos; lo que nos permite absolutizar lo que es absoluto, y relativizar todo lo demás. Simplemente es cuestión de orden, de jerarquías.
Preguntémonos, entonces, quién está en el centro de nuestro corazón; y si no es Dios, entonces le estaremos dando al César (al poder, las riquezas, el prestigio, etc.) lo que es exclusivo de Dios.
Finalmente, San Pablo agradece a Dios, porque los tesalonicenses han realizado obras que manifiestan la fe que tienen, como afirma también el apóstol Santiago, “sin obras no hay fe”; además, reconoce “los trabajos fatigosos que ha emprendido su amor y la perseverancia que les da su esperanza en Jesucristo, nuestro Señor”, gracias a la “fuerza del Espíritu Santo” que produjo en ellos abundantes frutos. ¿Esto refleja nuestra vida?
Dejémonos, pues, cuestionar por esta Palabra de Dios que hoy se nos dirige.






domingo, 15 de octubre de 2017

28 Dom. Ord; 15 de octubre del 2017; J. A. Pagola

INVITACIÓN

Jesús conocía muy bien cómo disfrutaban los campesinos de Galilea en las bodas que se celebraban en las aldeas. Sin duda, él mismo tomó parte en más de una. ¿Qué experiencia podía haber más gozosa para aquellas gentes que ser invitados a una boda y poder sentarse con los vecinos a compartir juntos un banquete de bodas?
Este recuerdo vivido desde niño le ayudó en algún momento a comunicar su experiencia de Dios de una manera nueva y sorprendente. Según Jesús, Dios está preparando un banquete final para todos sus hijos pues a todos los quiere ver sentados, junto a él, disfrutando para siempre de una vida plenamente dichosa.
Podemos decir que Jesús entendió su vida entera como una gran invitación a una fiesta final en nombre de Dios. Por eso, Jesús no impone nada a la fuerza, no presiona a nadie. Anuncia la Buena Noticia de Dios, despierta la confianza en el Padre, enciende en los corazones la esperanza. A todos les ha de llegar su invitación.
¿Qué ha sido de esta invitación de Dios? ¿Quién la anuncia? ¿Quién la escucha? ¿Dónde se habla en la Iglesia de esta fiesta final? Satisfechos con nuestro bienestar, sordos a lo que no sea nuestros intereses inmediatos, nos parece que ya no necesitamos de Dios ¿Nos acostumbraremos poco a poco a vivir sin necesidad de alimentar una esperanza última?
Jesús era realista. Sabía que la invitación de Dios puede ser rechazada. En la parábola de “los invitados a la boda” se habla de diversas reacciones de los invitados. Unos rechazan la invitación de manera consciente y rotunda: “no quisieron ir. Otros responden con absoluta indiferencia: “no hicieron caso”. Les importan más sus tierras y negocios.
Pero, según la parábola, Dios no se desalienta. Por encima de todo, habrá una fiesta final. El deseo de Dios es que la sala del banquete se llene de invitados. Por eso, hay que ir a “los cruces de los caminos”, por donde caminan tantas gentes errantes, que viven sin esperanza y sin futuro. La Iglesia ha de seguir anunciando con fe y alegría la invitación de Dios proclamada en el Evangelio de Jesús.

El papa Francisco está preocupado por una predicación que se obsesiona “por la transmisión desarticulada de una multitud de doctrinas que se intenta imponer a fuerza de insistencia”. El mayor peligro está según él en que ya “no será propiamente el Evangelio lo que se anuncie, sino algunos acentos doctrinales o morales que proceden de determinadas opciones ideológicas. El mensaje correrá el riesgo de perder su frescura y dejará de tener olor a Evangelio”.

28° Dom Ordinario; Oct. 15 del 2017; Homilía FFF

Isaías 256-10; Salmo 22; Filipenses 412-14. 19-20; Mateo 221-14

En este domingo, tanto la primera lectura como el Evangelio nos presentan parábolas coincidentes. Ambos se refieren a la plenitud de la vida humana, a la felicidad máxima a la que puede aspirar todo ser humano, como un gran banquete. ¿Cuáles son los aspectos comunes y en qué se diferencias?
Primero, ambos se refieren a esa plenitud de la vida como un “banquete”. Y de alguna manera –aunque esto sólo sea una forma humana de describir con palabras lo vendrá- con ello se pretende figurar que la otra vida será algo maravilloso; una gran fiesta en la que nada faltará, rodeados de la gente que más queremos, en un banquete interminable. Cierto, esto sólo es una parábola; pero todos sabemos que de los gozos más profundos que podemos vivir en esta vida nos llevan a celebrar la vida, la amistad, la alegría, con una gran fiesta, con un gran banquete en el que convivimos plenamente con las personas que queremos.
Las dos lecturas, por consiguiente, nos hacen un llamado que anticipa lo que está por venir. Cierto, esta vida tiene realidades maravillosas; pero nada se puede comparar con la plenitud que nos espera. Esta vida, la que vivimos, si sabemos vivirla, tiene momentos increíbles; y, sin embargo, no es más que un remedo de la otra.
Segundo, Dios es el que nos la prepara y nos invita. Es el Señor mismo, el Rey, el que hace la fiesta; el que nos invita al banquete; el que nos lo ofrece gratuitamente. Él es el primero interesado en ofrecernos la plenitud de la felicidad; pero el riesgo es que en el paso por el mundo, justo porque tiene momentos maravillosos, rechacemos la invitación a entrar en el Reino y nos quedemos atorados con el mundo presente y sus ilusiones.
Y este riesgo es absolutamente real. El Evangelio señala con tristeza y rabia, que los invitados no quisieron entrar; aquellos para quienes estaba hecho el banquete, tenían otras cosas que hacer o intereses que les parecieron más importantes que acudir a la invitación del Rey. Dios no fuerza a nadie. La invitación ahí está y de cada uno depende si quiere responder a ella o no.
Tercero, lo impactante es que a la Boda terminaron por ir aquellos para quienes no estaba hecha la fiesta: buenos y malos. Obvio, que aquí Jesús se refiere a los judíos, en primer lugar, quienes lo rechazaron y no lo aceptaron ni lo reconocieron. Por eso, ahora la invitación va más allá de ellos, a todos los que quieran entrar al Banquete. Lo sorprendente es que también se refiere “a los malos”. La misericordia de Dios lo lleva a buscar a todos sus hijos; no por su condición ética o moral, sino porque todos necesitamos la salvación de Dios.
Cuarto, Isaías pone otra imagen que de alguna manera explica por qué rechazamos la entrada al Reino: porque hay “un velo que cubre el rostro de todos los pueblos, un paño que oscurece a todas las naciones”, y nos impide ver la verdadera realidad que nos espera.  Ese velo es justo la muerte, pero que Isaías afirma que será destruida para siempre por Dios mismo: “Él enjugará las lágrimas de todos los rostros”. La muerte, a quien tanto tememos, es sólo el velo que nos impide ver la otra parte de la vida a la que hemos sido llamados; es lo que hace que prefiramos quedarnos con lo que tenemos y no apostar por lo que viene; es lo que nos hace no aceptar la invitación al banquete del Reino. La esperanza que surge de la promesa de Dios es que Él mismo nos arrancará el paño que cubre nuestros ojos.
Quinto, la astucia de Isaías, como también la de Jesús, es que la promesa que se hace al Pueblo comienza ahora aunque la plenitud vendrá en la otra vida. Es decir, con Jesús podemos ya adelantar de alguna manera lo que nos espera. Esta vida no puede ser sólo un valle de lágrimas. El vivir la vida desde Jesús, luchando por el Reino, celebrando la alegría con los hermanos y hermanas, es el inicio de lo que está por venir. Pero ciertamente tendremos que quitarnos el velo (lo que nos impide ver la vida con perspectiva) y aceptar la invitación de participar del banquete del Reino ya desde ahora, pues el Señor Jesús ya está con nosotros. La salvación se ha adelantado, justo porque Dios está en nuestra tierra y participa en nuestras mesas. No tenemos que esperar a la muerte, para comenzar a vivir el Reino ya desde ahora.
Finalmente, San Pablo nos alienta a vivir con ilusión y esperanza la invitación del Reino que Jesús nos hace, pues “todo lo podemos en aquel que nos conforta”. Dios “remediará con esplendidez todas nuestras necesidades…, por medio de Cristo Jesús”.
Animémonos, pues, a vivir ya desde ahora el Banquete del Reino, ayudados por Dios, buscando crear una sociedad que pueda anticipar lo que viviremos después de la muerte.



domingo, 8 de octubre de 2017

La ultraderecha acusa al papa Francisco de hereje

La Jornada
4 de octubre del 2017
Bernardo Barranco V.
Los frentes de confrontación se aben aún más. El papa Francisco enfrenta una atmósfera cada vez más contaminada que frenan sus reformas. A los escándalos financieros, los reclamos por la pederastia y las reformas prometidas a la curia parecen empantanadas. Unos son torbellinos heredados, en otros a Bergoglio le ha faltado pasar a los hechos. Pasar de las palabras y buenas intenciones a las acciones contundentes. Ahora enfrenta al ala más tradicionalista de la Iglesia, que no sólo le reprocha ser modernista, sino le acusa de ser hereje. El Papa argentino encara un movimiento telúrico conservador dentro de la Iglesia que pretende desmoronar los vientos de cambios que anunció al inicio de su pontificado. El epicentro se ubica en las entrañas de la ultraderecha católica más añeja e ilustrada.
La afrenta contra Francisco tiene su origen en un documento contestatario. La Correctio filialis (corrección filial), es una carta de 25 páginas firmada originalmente por 40 sacerdotes católicos y laicos intelectuales conservadores de 11 países. Fue enviada a Francisco el 11 de agosto y por el hecho de que no ha recibido ninguna respuesta por parte del Papa, se hizo pública el 24 de septiembre. “Santo Padre, con profunda aflicción, pero impulsados por la fidelidad a Nuestro Señor Jesucristo, por el amor a la Iglesia y al papado y por la devoción filial hacia usted, nos vemos obligados a dirigir una corrección a Su Santidad, a causa de la propagación de herejías ocasionada por la Exhortación apostólica Amoris laetitia y por otras palabras, hechos y omisiones de Su Santidad”. Así comienza la carta firmada por ahora por 62 prelados y eruditos laicos que contiene la formulación de siete cargos de herejía al papa Francisco. Hay una clara ambigüedad en la carta; por un lado se asumen muy eclesiales y respetuosos con el pontífice y, por otro, son muy severos detractores.
El texto sostiene las serias implicaciones para el futuro de la Iglesia, incluso hace referencia provocar un posible cisma, acusa al Papa del riesgo de difundir algunas herejías contenidas en la exhortación, así como en actos y omisiones posteriores de Francisco. En particular, el Papa es acusado de siete herejías dictadas, a decir de los firmantes hay una deriva modernista que se propone a la Iglesia en materia de matrimonio, divorcio y eucaristía. Planteamientos bajo la influencia de la doctrina luterana y del relativismo actual.
Los nuevos fariseos tradicionalistas acusan a Francisco de graves y peligrosos errores doctrinales contenidos en la exhortación apostólica posinodal Amoris laetitia,sobre todo del estatus eclesial de los divorciados vueltos a casar. Otra de las acusaciones formuladas contra Francisco es la apertura a los luteranos. Critican que el Papa tuvo el valor de decir 500 años después que hubo corrupción en la Iglesia, había apego al dinero y al poder en franca analogía a las actitudes de numerosos clérigos y prominentes actores de la curia actual.
Francisco es acusado por los inquisidores contemporáneos de provocar un escándalo para la Iglesia y para el mundo, en materia de fe y moral, fruto de las ideas de reforma que Francisco enarbola. Entre los firmantes destacan miembros lefebvristas, el obispo Bernard Fellay, superior de la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X, históricamente su postura ha estado en contra del Concilio, contra los últimos papas desde Paulo VI (1897-1978). Otros están cerca del movimiento Tradición, Familia, Propiedad, que apoyaron en su tiempo a las cruentas dictaduras sudamericanas. Así como discípulos del católico tradicionalista estadunidense Michael Novak, teólogo de la cultura que opta por el capitalismo como el sistema ideal para el desarrollo del cristianismo. ¿Por qué no aparece el Yunque mexicano? Se le extraña entre los firmantes, ¿por qué no se atrevió Norberto Rivera a firmar la Correctio, ya que está más cerca de ella que del pensamiento del actual Papa?
Para Sandro Maggister, vaticanista crítico de Francisco, el texto es: “Un paso que no tiene igual en la historia moderna de la Iglesia. Porque es al lejano año de 1333 que se remonta el último precedente análogo, es decir, una corrección pública dirigida al Papa a causa de las herejías sostenidas por él, luego efectivamente rechazadas por el Papa de entonces, Juan XXII”.
La herejía en la tradición cristiana es la desviación y la concepción religiosa que se apartan, se separan o agreden el depósito común de la fe. Son las ideas religiosas contrarias a los dogmas de la doctrina religiosa que deben ser rechazadas por las au­toridades eclesiásticas. Ahora es la ultraderecha católica que se erige en autoridad. Cuestiona la infalibilidad del Papa y sus planteamientos, calificándolos de herejes, y le exige corregir sus posturas. Es un atrevimiento que pocas veces se ha visto en la historia moderna de la Iglesia. Esta derecha ultraconservadora es en su mayoría antimoderna y percibe las reformas del Papa como una amenaza. Para ella, Francisco es un Papa acechante que busca nuevas mediaciones con la cultura moderna. Los gestos y actitudes pastorales de Bergoglio se han constituido, para los ultraconservadores, en provocaciones a la tradición del catolicismo. Por tanto, este Papa latinoamericano requiere ser neutralizado y acotado. Para ello los tradicionalistas católicos están dispuestos aliarse con la curia damnificada por el Papa, con aquellos episcopados contrarios a Francisco y con los intelectuales conservadores europeos que reprochan el populismo tercermundista del pontífice. Con este documento le declara la guerra al pontífice argentino, ante el beneplácito de los actores curiales que están viendo perder sus privilegios y estatus.


27 Dom. Ord.; Oct 8 '17; CRISIS RELIGIOSA, J.A. Pagola.

La parábola de los “viñadores homicidas” es un relato en el que Jesús va descubriendo con acentos alegóricos la historia de Dios con su pueblo elegido. Es una historia triste. Dios lo había cuidado desde el comienzo con todo cariño. Era su “viña preferida”. Esperaba hacer de ellos un pueblo ejemplar por su justicia y su fidelidad. Serían una “gran luz” para todos los pueblos.
Sin embargo aquel pueblo fue rechazando y matando uno tras otro a los profetas que Dios les iba enviando para recoger los frutos de una vida más justa. Por último, en un gesto increíble de amor, les envío a su propio Hijo. Pero los dirigentes de aquel pueblo terminaron con él. ¿Qué puede hacer Dios con un pueblo que defrauda de manera tan ciega y obstinada sus expectativas?
Los dirigentes religiosos que están escuchando atentamente el relato responden espontáneamente en los mismos términos de la parábola: el señor de la viña no puede hacer otra cosa que dar muerte a aquellos labradores y poner su viña en manos de otros. Jesús saca rápidamente una conclusión que no esperan: “Por eso yo os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se le dará a un pueblo que produzca frutos”.
Comentaristas y predicadores han interpretado con frecuencia la parábola de Jesús como la reafirmación de la Iglesia cristiana como “el nuevo Israel” después del pueblo judío que, después de la destrucción de Jerusalén el año setenta, se ha dispersado por todo el mundo.
Sin embargo, la parábola está hablando también de nosotros. Una lectura honesta del texto nos obliga a hacernos graves preguntas: ¿Estamos produciendo en nuestros tiempos “los frutos” que Dios espera de su pueblo: justicia para los excluidos, solidaridad, compasión hacia el que sufre, perdón...?
Dios no tiene por qué bendecir un cristianismo estéril del que no recibe los frutos que espera. No tiene por qué identificarse con nuestra mediocridad, nuestras incoherencias, desviaciones y poca fidelidad. Si no respondemos a sus expectativas, Dios seguirá abriendo caminos nuevos a su proyecto de salvación con otras gentes que produzcan frutos de justicia.

Nosotros hablamos de “crisis religiosa”, “descristianización”, “abandono de la práctica religiosa”... ¿No estará Dios preparando el camino que haga posible el nacimiento de una Iglesia más fiel al proyecto del reino de Dios? ¿No es necesaria esta crisis para que nazca una Iglesia menos poderosa pero más evangélica, menos numerosa pero más entregada a hacer un mundo más humano? ¿No vendrán nuevas generaciones más fieles a Dios que nosotros?

27° dom. ord; Oct 8 '17; Homilía FFF.

Isaías 51-7; Salmo 79; Filipenses 46-9; Mateo 2133-43

Hoy la liturgia de la palabra toca prácticamente un solo tema: la expectativa que el Señor tiene de que demos frutos. Tanto la primera lectura como la segunda, utilizan el género de las parábolas para dejar absolutamente claro lo que Dios quiere y espera de nosotros: si se nos ha dado una vida, si se nos ha tratado de maravilla, si tenemos una misión en la tierra, ¿por qué no damos frutos? Cualquiera que le encomienda a otro una tarea y, más aún, le paga por ella, le da lo que necesita, lo trata bien; pues obvio que lo menos que esa persona puede esperar es que le reporte frutos. Y, sin embargo, no lo hemos hecho. Éste es el reclamo que viene de lo alto.
La primera lectura es del Profeta Isaías en el que anuncia y justifica la desgracia del Pueblo de Israel. La narración es desgarradora, además de poética: “Voy a cantar –comienza el texto- en nombre de mi amado, una canción a su viña”. Yahvé es el amado de Isaías; y la viña no es del profeta sino de Dios mismo. Él hizo todo para que el fruto fuera delicioso; “esperaba”, es el término que utiliza. Parece mentira, pero el texto pone a Dios a nuestro nivel; con sentimientos, con deseos, con expectativas.
Él le dio todo al pueblo de Israel: lo liberó de la esclavitud, lo condujo por el desierto, le dio la tierra prometida, la que manaba leche y miel, a fin de que viviera en plenitud; y, sin embargo, el pueblo no hizo caso; sino que se pervirtió, se desvió de su Dios, y se inclinó frente a ídolos, adorando a otros dioses. “Él esperaba justicia y sólo se oyen reclamaciones”. De ahí la furia de Dios: destruirá la viña y “mandará a las nubes que no lluevan sobre ella”.  Y continuando con el sentido humano, Yahvé se hace la pregunta: “¿Qué más pude hacer por mi viña, que yo no lo hiciera?” Si hoy el pueblo de Israel va al destierro, es justo por haber desoído la voz de su Dios; por no haber dado frutos buenos.
Mateo, a su vez, retoma esta parábola de Isaías, pero la radicaliza. El pueblo de Israel ha matado a los hijos del dueño que habían sido enviados por Él para recoger la cosecha. Los profetas, enviados por Yahvé para corregir al pueblo, han sido asesinados por ese mismo pueblo, por “su pueblo”. Incluso, y es lo más radical de esta parábola de Jesús, Dios ha enviado a su propio hijo, pero ni siquiera por eso lo respetaron, sino que también lo mataron. La historia es clara. El pueblo había traicionado a Yahvé; no había dado frutos; por lo que Dios les envió a sus profetas, a que hablaran en nombre de Él y corrigieran sus pasos; pero no lo hicieron, sino que acallaron su voz mediante el asesinato. Sin embargo, la terquedad de Dios y el “cariño por su viña”, lo hizo enviar a su propio hijo, pensando que a él sí lo respetarían. Sin embargo, tampoco lo hicieron. También al hijo lo mataron, pues así se “quedarían con la herencia”.
La reacción de Dios en la parábola es absolutamente comprensible, aunque su comportamiento será diferente al que el Profeta Isaías manifiesta en la primera lectura. Aquí, en el Evangelio, Dios no destruyen la viña; sino que se las arrebata a los viñadores homicidas y se las dará a otros, a fin de “que le entreguen los frutos a su tiempo”.
La realidad que trasluce la parábola es impactante. Dios ha hecho lo imposible por salvar el pueblo de Israel, a su pueblo; pero ellos no han dado los frutos esperados; no han respondido. Sin embargo, el convencimiento de los judíos y de sus jefes, era que sí se habían comportado correctamente. Es como la parábola del fariseo y el publicano que ambos van al templo, pero uno solo es el que sale justificado: no el representante de la ley, el que supuestamente hacía todo conforme a lo que Dios quería; sino el pecador que no se atrevía ni a levantar su mirada. A ellos, a esos que se habían apropiado del templo, de la revelación, de los frutos de la viña, son a los que ahora se les arrebatará para dársela a otros.
Jesús ha sido la “piedra que desecharon los constructores” y que es “la piedra angular”. Sin darse cuenta, los judíos traicionaron a su propio Dios y perdieron lo más importante de la revelación: a Jesús mismo, el Enviado, el Mesías, que era de parte de Dios el último esfuerzo por salvar a su pueblo. Ahora, en esta parábola, no se destruirá la viña, sino se le dará a otros viñadores, pues los primeros perdieron su oportunidad. Ellos serán los discípulos de Jesús, el nuevo pueblo de Dios, el “hombre nuevo” que ha nacido en Jesucristo.
De esta forma, la liturgia espera de nosotros que demos frutos, pero también que no nos apropiemos de ellos. Es el tema de la gracia: Dios es el que actúa en nosotros; suyo es el Reino; no de nosotros. “Somos siervos inútiles que sólo hemos hecho lo que nos correspondía”. Los frutos de nuestra viña, no son para nosotros; sino para el Reino, para los otros, para reconocer en lo que hacemos la obra de Dios en favor de su pueblo, de los marginados, de los pequeños.
San Pablo, en su carta a los Filipenses, deja con toda claridad los frutos que hemos de dar: apreciar lo verdadero y lo noble; lo justo y lo puro; no inquietarnos por nada; dejar que la paz de Dios custodie nuestros corazones y pensamientos en Cristo Jesús; y poner en práctica lo que hemos aprendido de San Pablo; y así el Dios de la paz estará con nosotros.