domingo, 17 de septiembre de 2017

24° dom. ordinario; 17 de sept. '17; Homilía de FFF

Eclesiástico 2733 289; Salmo 102; Romanos 147-9; Mateo 1821-35

El tema dominante de este domingo es el perdón. En un primer aborde parece tratarse sólo de una cuestión ética; de algo estrictamente humano que con o sin religión, cada uno tendríamos que vivir de la misma forma; sin embargo, las lecturas van más allá, pues nos ponen como paradigma la actuación del mismo Dios, como “Padre celestial” y se nos explicita, a final de cuentas, el sentido que tiene el perdón cristiano.
La primera lectura tomada del libro del Eclesiástico invita al perdón, sabiendo que tarde o temprano alguien también nos tendrá que perdonar; pues la debilidad y la imperfección son algo característico de la condición de cualquier ser humano. No es nada difícil que resbalemos y vayamos en contra de cualquiera de nuestros prójimos. De ahí que perdonar al otro, no es sólo abrirnos la posibilidad de recibir el perdón en algún momento más próximo que lejano, sino es la invitación a aceptar nuestras propias limitaciones y la necesidad que tenemos de vivir reconciliados; de no dejarnos llevar por un “Ego” herido que se olvida del otro, para sólo fijarse en el daño que se nos ha hecho. “Perdona la ofensa a tu prójimo –nos exhorta-, y así, cuando pidas perdón, se te perdonarán tus pecados”; pues “cosas abominables son el rencor y la cólera”. Tales actitudes destruyen la armonía humana a la que estamos llamados. Si nos dejamos llevar por ellas, será imposible la reconciliación y la unidad del género humano, condición indispensable para lograr la felicidad a la que hemos sido invitados.
Sin embargo, la lectura da un paso más al señalarnos que el pedir perdón implica ya el tener “compasión” por el semejante. Es algo totalmente evidente: si no somos capaces de mirar con compasión al otro, de comprenderlo, de abrirnos a la debilidad ajena, ¿cómo lo podemos esperar para nosotros mismos? Tanto el perdonar a otro como recibir el perdón están basados en la “compasión”; es la virtud que nos abre a esta posibilidad que no es nada fácil de vivir, justo por todos los resentimientos que alberga nuestro corazón. Cuando uno “mira con compasión” al otro, entonces no hay lugar para la cólera, el rencor, el odio, la condena. El otro es como yo; tan débil, frágil y pecador como yo; y tan necesitado de perdón también como yo.
Por su parte, el Evangelio de Mateo se apoya en la misma argumentación anterior, pero utilizando una parábola devastadora, narrada por el Señor Jesús, absolutamente clara. Por un lado, está un servidor que le debe al Rey. Éste le quiere cobrar, pero el siervo le pide que le tenga paciencia y le pagará todo. La parábola nos cuenta cómo el Rey le tuvo lástima, lo soltó y hasta le perdonó todo lo que debía. Pero resulta que este siervo perdonado también tenía un deudor, al que no le perdonó lo que le debía; sino que lo metió en la cárcel, a pesar que se le había “arrodillado” y le pedía que tuviera paciencia con él.
Interesante que son los compañeros de este último siervo son los que se indignan y van con el Rey a contarle lo sucedido. Entonces, las cosas cambian. Por no haber perdonado, al primer siervo ahora se le cambia la sentencia y se le exige pagar hasta el último centavo.
La enseñanza es totalmente clara: si nos perdonan, no puede ser que seamos tan duros y tan inmisericordes que no perdonemos al otro. Además, la parábola subraya que nosotros debemos más; que más cosas son las que tienen que perdonarnos, que las que nosotros tenemos que perdonar a los demás. Normalmente el orgullo y la soberbia, nos hacen sentir que somos “buenos”; que los otros son peores que nosotros; que ellos son las que nos tienen que pedir perdón. De esta forma, si no estamos dispuestos a perdonar siempre al otro, jamás podremos encontrar la armonía a la que hemos sido llamados como hijos de Dios.
Al inicio de esta narración, Pedro le pregunta a Jesús por la cantidad de veces que tenemos que perdonar a los otros. La respuesta de Jesús es “70 veces siete”. Es decir, cuantas veces sea necesario hay que perdonar; aunque parezca una burla o que el otro nos está tomando el pelo. Pero además, termina el trozo del evangelio de este domingo, hay que perdonar “de corazón al hermano”. Si hemos ofendido a Dios y Él nos ha perdonado, ¿cómo es posible que seamos tan orgullosos para no pedir perdonar de corazón al otro?
La invitación es a actuar como el mismo Padre Celestial; sólo esa actitud irá limando tantos pleitos y distanciamientos que tenemos entre nosotros mismos. Además, sólo se nos pide que seamos coherentes: si Dios nos ha perdonado, no podemos dejar de perdonar al otro. Es el único camino para la reconciliación, para la armonía y para reconstruir esta sociedad que vive en islas de indiferencia y desprecio hacia los demás; lo que sólo se logrará bajo la óptica de la misericordia, como el mismo Padre Celestial la ha tenido con nosotros.
San Pablo con unas cuantas frases nos da la razón última para actuar como Dios: vivamos o muramos, todo es para el Señor; pues de Él somos. Nuestro fin no termina en cada uno de nosotros, sino en Dios; hasta allá vamos; y no hay otro camino para llegar que la misericordia.