domingo, 10 de septiembre de 2017

23° domingo Ordinario; Sept. 10 '17; FFF

Ezequiel 337-9; Salmo 94; Romanos 138-10; Mateo 1815-20

El aspecto más relevante de la liturgia de este domingo es el tema de la “corrección fraterna”, un tema de por sí muy complicado para nuestros tiempos, dada la incapacidad que tenemos y mostramos para que otro, alguien, pueda señalarnos algo que desde su juicio u opinión se muestra contrario a nuestros comportamientos no correctos como seres humanos o, más exigentemente, como cristianos.
Parece que un comentario crítico de otro con respecto a nuestros comportamientos o actitudes se convirtiera en una verdadera agresión que dañara nuestra más profunda esencia. Y, en el fondo, parece que el problema es una inseguridad generalizada con la que vivimos y actuamos que se esconde o traslapa bajo el término del “Ego”. Parece que el “Ego”, ese deseo de ser tomados en cuenta, de ser respetados, de sentir que nada empaña nuestra imagen, esa necesidad de ser reconocidos…, que nos lleva a competir, a compararnos, incluso, a afirmarnos criticando o hundiendo al otro, es lo que nos impulsa a ser demasiado sensibles ante los comentarios críticos de los otros, aunque sean constructivos y, a final de cuentas, puedan ayudarnos a vivir una vida más plena, más feliz, más completa.
Que alguien se muestre más exitoso que nosotros, más reconocido, y si eso es en público, muchos peor pues nos hace sentir fatal; si no logramos el aplauso y el reconocimiento, y otra persona que está junto a nosotros sí, entonces, el sentimiento se va hasta el fondo; y nos deprimimos y nos tiramos al suelo, o agredimos y nos justificamos descalificando.
Desde el punto de vista psicológico, el tema de recibir la corrección fraterna está envuelto en historias familiares que desde nuestros primeros años de vida, produjeron algún tipo de heridas o traumas, que posteriormente nos llevaron a esa clase de inseguridades que impiden abrirnos con sencillez y paz, a lo que otros piensan de nosotros. Nos sentimos inseguros en el propio “Yo”, y por eso sentimos que cualquier comentario hacia nuestra persona lo experimentamos como agresión, haciéndonos sentir todavía más frágil en nuestra personalidad. De ahí que el mecanismo de defensa que tenemos es el “Súper Yo” o el “Ego”, como ese “supuesto aliado” que entra en nuestra defensa cerrándose a lo que nos dicen y agrediendo al que nos los dice; normalmente, descalificando al otro, para aliviar nuestros traumas, hacernos sentir superiores y así quedar “en paz”, aunque esa paz no sea del “buen espíritu”, sino fruto de nuestra inseguridad y traumas. De esta forma, nuestro comportamiento, en lugar de ayudarnos a crecer y superar límites, nos mantiene en ellos.
Si no somos conscientes de esta realidad psicológica que es parte fundamental de nuestra personalidad, no podremos acceder a la invitación que nos hace el evangelio; pues lo “moral” estará atrapado en lo “psicológico”, que son de órdenes diferentes. Pensaremos que los otros están cometiendo un “pecado”, cuando en el fondo sólo están respondiendo inconscientemente a “un trauma”.
Sin embargo, esto no nos exime de avanzar en nuestra liberación psicológica como de asumir conscientemente la invitación del evangelio a vivir la corrección fraterna, la cual implica dos elementos.
El primero consiste en atrevernos a hablar con el otro, cuando sentimos que lo que percibimos en el otro está dañando la comunidad –como señalan las lecturas-; pues ésta es otra dificultad no menor. Como intuimos la reacción que el otro tendrá si algo le señalamos, pues entonces preferimos callar y que otros hagan lo que sin duda nos tocaría a nosotros. Pero la primera Lectura de Ezequiel lo señala con toda claridad: si tu hermano muere en su pecado y no lo amonestaste, entonces Dios nos “pedirá cuentas de su vida”. De ahí también la gravedad del asunto.
Y en el Evangelio se nos da una pista para proceder en la corrección fraterna, podríamos decir de forma muy adecuada, humana, cristiana. Primero ir directo con el hermano a quien queremos ayudar en su vida y decirle lo que pensamos; si no hace caso, ir con otros dos; y si tampoco, pues decirle a la comunidad; y si ya no reacciona, pues hacerle sentir que él solo ha dejado de pertenecer a la misma comunidad.
Como podemos observar por las lecturas, la dificultad está tanto en poder decir las cosas adecuadamente como en poder recibir la corrección fraterna. Y ambas están enraizadas en nuestra historia psicológica. De ahí la necesidad de atender simultáneamente ambos polos: tanto lo moral-evangélico como lo humano-psicológico.
Finalmente Pablo nos da el criterio más profundo para que esta doble actuación sea correcta; es la referencia al amor. Quien ama auténticamente al prójimo, “no le causa daño”. Sólo una corrección fraterna que surge de esta actitud evangélica, nos podrá garantizar que no estamos buscando aprovechar la corrección para desquitarnos del otro, para herirlo o para hacernos sentir superiores y satisfacer nuestro “Ego”.
Dejémonos, pues, arrastrar por el amor auténtico, y ese nos permitirá realizar adecuadamente la invitación que hoy nos hace la liturgia de este domingo.