Jeremías 207-9; Salmo 62; Romanos 121-2; Mateo
1621-27
Las lecturas de este domingo tienen una especial densidad y están
llenas de contenidos radicales que muestran la exigencia del seguimiento de Jesús.
Veamos.
La primera lectura es del
Profeta Jeremías. Un profeta, podríamos decir,
trágico, apasionado, rebelde, pero definitivamente fiel a Yahvé a pesar de la
misión tan complicada que había recibido. Es el profeta de la denuncia. Él le
reclama a su pueblo los pecados que ha cometido; pero el pueblo “elegido” (entre
comillas) no acepta las críticas que se le hacen ni está dispuesto a cambiar. Más
bien, buscará acallar la voz de Jeremías para, supuestamente, poder seguir
cometiendo sus tropelías sin que nadie se las echara en cara. Jeremías siente
el rechazo de su mismo pueblo; experimenta cómo ahora las críticas van contra él
y ve cómo cuchichean entre ellos para acallar su voz, asesinándolo.
Entonces, aquí se presenta el verdadero drama del profeta. No
puede más; está desilusionado de la misión que ha recibido, porque todo ha sido
un fracaso. Experimenta el pavor ante la muerte cercana y explota en su drama
interno, todavía más angustiante: ¿sigue en su misión o claudica para librarse
de la muerte y de la frustración de una misión fracasada? Su oración se vuelve
un reclamo a Dios y un grito de desesperanza; se debate entre la tentación de
abortar la misión recibida o seguir adelante contra toda su resistencia
interior. Sin embargo, en ese momento, recuerda ese “fuego ardiente” encerrado
en sus huesos que no podía contener, y sigue adelante contra todas sus
resistencias. Yahvé permanecía con él.
En la carta a los Romanos,
San Pablo expresa con toda claridad cuál es el
verdadero culto al que está invitado el seguidor de Jesús. Curiosamente, no se
refiere al “culto”, entendido como la expresión ritual del templo o las
ofrendas exteriores al estilo de la Antigua Alianza. La novedad radical que
ahora espera de los cristianos es que ellos mismos se conviertan en la “ofrenda
viva, santa y agradable a Dios”; somos nosotros los que nos tenemos que entregar
“como ofrenda”. Pero para que nuestra entrega sea al “modo de Jesús y de su
evangelio”, para que sea auténtica, no nos debemos dejar “transformar por los
criterios de este mundo”. Este mundo –como lo refiere San Juan-, el mundo de la
impiedad, la explotación, el dominio, la máxima ganancia, etc., etc., no puede
ser la brújula que guíe nuestras vidas. Y la advertencia es sumamente seria;
pues, sin sentir, esos criterios del mundo se nos cuelan hasta lo más profundo
del corazón y comienzan a ser la referencia de nuestras vidas. La ceguera
aparece y ni nos damos cuenta que estamos yendo realmente contra lo más
profundo del evangelio, traicionando la vocación a la que hemos sido llamados.
Pero la invitación no queda ahí. San Pablo nos previene de los
criterios torcidos, pero a la vez nos exhorta a dejarnos transformar internamente (y esto es fundamental) por “una
nueva manera de pensar” que nos permita distinguir “cuál es la voluntad de Dios…;
lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto”. De manera que nos basta
cuidarnos de la mundaneidad; sino
tenemos que dejarnos transformar por la buena noticia del Reino, que es esa “nueva
manera de pensar”, para que desde esa plataforma, busquemos la voluntad de Dios,
que no se juega entre el bien o el mal, sino entre “lo bueno, lo que le agrada,
lo perfecto”. El cristiano está llamado a la radicalidad del seguimiento de Jesús.
No sólo a evitar el pecado, sino a descubrir lo que Él quiere y espera de cada
uno de nosotros; nos quiere llevar a descubrir “lo que a Dios le agrada”, “lo
perfecto”.
Aunque de nuevo, como lo señala el evangelio de Mateo, eso implica una lucha constante que no resulta
fácil y que lleva a la tentación –como en Jeremías- de huir y claudicar del
seguimiento, ante la dificultad del mismo.
Jesús les anuncia las consecuencias de la misión que el Padre le
ha encomendado, diciendo que tendrá que “padecer mucho” hasta ser “condenado a
muerte”; aunque no todo se quedará ahí, sino que vendrá la Resurrección; pero
eso no lo ven sus discípulos, por ahora.
Pedro –de manera semejante a Jeremías- cuando experimenta lo duro
de la misión profética, increpa a Jesús diciéndole que ese no es el camino. Sin
embargo, Jesús lo rechaza contundentemente, comparándolo con Satanás y diciéndole
que no intente hacerlo tropezar en su camino, porque su “modo de pensar no es
el de Dios, sino el de los hombres”. Quizá es la peor reprimenda que Pedro,
cabeza de la iglesia, se llevó en su vida. Definitivamente, a pesar de estar
con Jesús, no había entendido su camino, contrario al camino y las propuestas
del mundo. “El que quiera venir conmigo –afirma Jesús-, que renuncie a sí
mismo, que tome su cruz y me siga. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá;
pero el que la pierda por mí, la encontrará”.
Quedémonos con la última frase del evangelio de este domingo y dejémosla
resonar en nuestro corazón: “¿de qué le
sirve a uno ganar el mundo entero, si pierde su vida? ¿Y qué podrá dar uno a
cambio para recobrarla?