domingo, 2 de julio de 2017

13° domingo Ordinario; 2 de julio del 2017; Homilía FFF.

2° Reyes 48-11. 14-16; Salmo 88; Romanos 63-4. 8-11; Mateo 1037-42

El evangelio de este domingo trasluce el extraño uso de la dialéctica en algunos de los mensajes de Jesús. Por lo general, su estilo de comunicación era directa, sencilla, tratando de ser asequible a sus oyentes. Es el caso de las parábolas, de sus hipérboles, de sus diálogos con los discípulos, con el pueblo, con las personas que se le acercaban buscando alguna curación, algún consuelo, algún milagro extraordinario como una resurrección de alguna persona que había muerto y causaba gran dolor a sus familiares. Su diálogo buscaba que los oyentes comprendieran el mensaje del Reino; a pesar de que con frecuencia no era fácil interpretar el sentido profundo y claro de sus mensajes, de algunas de sus parábolas.
Sin embargo, también utilizó paradojas en situaciones especiales, como la que ahora nos ofrece el Evangelio. Es claro que cuando Jesús quería subrayar radicalmente algo con respecto al seguimiento o la relación con Dios, su Padre, entonces parece que se iba a fondo, que atacaba, que no dejaba alternativa, buscando que las personas se definieran ante Él. Sin embargo, lo complejo parece ser que no sólo exponía un ideal, sino que lo hacía forzando de tal manera las tintas, que obligaba a las personas a definirse frente a una contradicción, justo frente a una paradoja, nada fácil de comprender y menos de vivir.
Es el caso del evangelio de este domingo, Jesús quiere subrayar la absolutez de Dios ante todas las cosas, ante todo lo creado. El ser humano y todo lo que hay en el mundo, en el universo, por más trascendente o fundamental que sea, no deja de ser sólo algo relativo ante Dios. Y esto, que en una primera vista es algo hasta cierto punto aceptable y creíble, Jesús lo formula mediante una paradoja, difícil de entender y, quizá, más difícil de vivir. Nos dice: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí”.
Sin duda que el texto nos pone contra la pared: ¿es posible querer más a Jesús que a un hijo o a una hija? ¿La base de nuestra existencia, justamente querida y propuesta por Dios, no es el amor? ¿Por qué, entonces, Jesús contrapone, justamente,  el amor a Dios y el amor a los seres más entrañables de cualquiera? ¿No es una locura, un absurdo? Pues sin duda no. El discurso de Jesús busca que caigamos en la cuenta, quizá, de dos cosas.
La primera, que nada se puede equiparar con Dios; Él es el absoluto; el creador de todo. Nada puede equipararse a su realidad. Nosotros, y con nosotros toda la creación, no somos más que “creaturas”; hechuras de Dios. Por eso, mientras no entendamos esto, no habremos entrado en el horizonte divino; no habremos entendido el mensaje fundamental de Jesús en nuestra relación con Dios. Y el que no lo ve así, no le faltará ocasión en la que opte por la creatura antes que por el creador. Somos muy proclives a clavarnos de tal forma en lo inmediato, en lo visible, en lo palpable, sean las cosas o las personas, que sólo haciendo un planteamiento tan radical como el que nos hace Jesús, podemos caer en la cuenta que no podemos competir con Dios; que no lo podemos poner en el mismo nivel. Por eso, no podemos amar más a nadie que a Dios; nada está por encima de Él. Frente a Él tenemos que tener una reverencia absoluta.
En el fondo es que nos estamos encontrando con el misterio de lo absolutamente otro; no podemos tomarlo a la ligera; como si fuera una cosa banal: “amo a esto o amo a Dios”. Esta disyuntiva es totalmente falsa, para quien quiere entrar en la órbita de la divinidad. Para lograr esto es que Jesús pone las tintas en esta aparente contradicción y la expresa mediante lo que llamamos paradoja o pensamiento dialéctico. Estira la liga lo más que puede, para que comprendamos la seriedad y trascendencia que implica nuestra relación con Dios.
La segunda cuestión, también paradójica, es que quien da un vaso de agua fría al prójimo, quien lo visita en la cárcel, quien le da de comer, etc., etc., ese lo está haciendo directamente a Jesús y, en Él, a Dios. Entonces, la contradicción se aclara: amar con toda la radicalidad posible, con independencia de lo que amemos, nos lleva hasta Dios. Por eso, no se trata de contraponer a Dios y las creaturas, sino de amar en Dios a todo lo creado; de amar con tal radicalidad que siempre experimentemos a Dios como fundamento de todo lo real que está en lo más profundo de lo que existe. Por eso, quien es capaz de amar con toda hondura a su prójimo y comprometerse con él, ese está amando a Dios; ese se está encontrando con Dios, aunque no lo sepa.
Claro, no cualquier amor implica esto. No es lo mismo “amar” de esta forma que “querer” las cosas. Amar es algo muy serio; es el don más grande que tenemos como creaturas y que Dios nos ha regalado. El evangelio sólo nos invita a que lo vivamos, a que valoremos ese maravilloso don; a que lo pongamos en práctica; pues así estaremos, aunque de forma misteriosa, experimentando a Dios mismo.
Si así amamos, entonces podremos comprender la paradoja aún más radical con la que termina el evangelio de este domingo: “el que no toma su cruz y  me sigue, no es digno de mí. El que salve su vida la perderá y el que la pierda por mí, la salvará”.
Dejemos caer en nuestro corazón la invitación paradójica que Jesús nos hace…