2° Reyes 48-11. 14-16; Salmo 88; Romanos 63-4. 8-11;
Mateo 1037-42
El evangelio de este domingo trasluce el extraño uso de la dialéctica en algunos de los mensajes
de Jesús. Por lo general, su estilo de comunicación era directa, sencilla,
tratando de ser asequible a sus oyentes. Es el caso de las parábolas, de sus
hipérboles, de sus diálogos con los discípulos, con el pueblo, con las personas
que se le acercaban buscando alguna curación, algún consuelo, algún milagro
extraordinario como una resurrección de alguna persona que había muerto y
causaba gran dolor a sus familiares. Su diálogo buscaba que los oyentes
comprendieran el mensaje del Reino; a pesar de que con frecuencia no era fácil interpretar
el sentido profundo y claro de sus mensajes, de algunas de sus parábolas.
Sin embargo, también utilizó paradojas
en situaciones especiales, como la que ahora nos ofrece el Evangelio. Es claro
que cuando Jesús quería subrayar radicalmente algo con respecto al seguimiento
o la relación con Dios, su Padre, entonces parece que se iba a fondo, que atacaba,
que no dejaba alternativa, buscando que las personas se definieran ante Él. Sin
embargo, lo complejo parece ser que no sólo exponía un ideal, sino que lo hacía
forzando de tal manera las tintas, que obligaba a las personas a definirse
frente a una contradicción, justo frente a una paradoja, nada fácil de
comprender y menos de vivir.
Es el caso del evangelio de este domingo, Jesús quiere subrayar la
absolutez de Dios ante todas las cosas, ante todo lo creado. El ser humano y
todo lo que hay en el mundo, en el universo, por más trascendente o fundamental
que sea, no deja de ser sólo algo relativo ante Dios. Y esto, que en una
primera vista es algo hasta cierto punto aceptable y creíble, Jesús lo formula mediante
una paradoja, difícil de entender y, quizá, más difícil de vivir. Nos dice: “El que ama a su padre o a su madre más que a
mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es
digno de mí”.
Sin duda que el texto nos pone contra la pared: ¿es posible querer
más a Jesús que a un hijo o a una hija? ¿La base de nuestra existencia,
justamente querida y propuesta por Dios, no es el amor? ¿Por qué, entonces, Jesús
contrapone, justamente, el amor a Dios y
el amor a los seres más entrañables de cualquiera? ¿No es una locura, un
absurdo? Pues sin duda no. El discurso de Jesús busca que caigamos en la
cuenta, quizá, de dos cosas.
La primera, que nada se puede equiparar con Dios; Él es el absoluto; el
creador de todo. Nada puede equipararse a su realidad. Nosotros, y con nosotros
toda la creación, no somos más que “creaturas”; hechuras de Dios. Por eso,
mientras no entendamos esto, no habremos entrado en el horizonte divino; no
habremos entendido el mensaje fundamental de Jesús en nuestra relación con
Dios. Y el que no lo ve así, no le faltará ocasión en la que opte por la
creatura antes que por el creador. Somos muy proclives a clavarnos de tal forma
en lo inmediato, en lo visible, en lo palpable, sean las cosas o las personas,
que sólo haciendo un planteamiento tan radical como el que nos hace Jesús,
podemos caer en la cuenta que no podemos competir con Dios; que no lo podemos
poner en el mismo nivel. Por eso, no podemos amar más a nadie que a Dios; nada
está por encima de Él. Frente a Él tenemos que tener una reverencia absoluta.
En el fondo es que nos estamos encontrando con el misterio de lo
absolutamente otro; no podemos tomarlo a la ligera; como si fuera una cosa
banal: “amo a esto o amo a Dios”. Esta disyuntiva es totalmente falsa, para
quien quiere entrar en la órbita de la divinidad. Para lograr esto es que Jesús
pone las tintas en esta aparente contradicción y la expresa mediante lo que
llamamos paradoja o pensamiento dialéctico. Estira la liga
lo más que puede, para que comprendamos la seriedad y trascendencia que implica
nuestra relación con Dios.
La segunda cuestión, también paradójica, es que quien da un vaso de agua fría al prójimo,
quien lo visita en la cárcel, quien le da de comer, etc., etc., ese lo está
haciendo directamente a Jesús y, en Él, a Dios. Entonces, la contradicción se
aclara: amar con toda la radicalidad posible, con independencia de lo que
amemos, nos lleva hasta Dios. Por eso, no se trata de contraponer a Dios y las
creaturas, sino de amar en Dios a todo lo creado; de amar con tal radicalidad que
siempre experimentemos a Dios como fundamento de todo lo real que está en lo más
profundo de lo que existe. Por eso, quien es capaz de amar con toda hondura a
su prójimo y comprometerse con él, ese está amando a Dios; ese se está
encontrando con Dios, aunque no lo sepa.
Claro, no cualquier amor implica esto. No es lo mismo “amar” de
esta forma que “querer” las cosas. Amar es algo muy serio; es el don más grande
que tenemos como creaturas y que Dios nos ha regalado. El evangelio sólo nos
invita a que lo vivamos, a que valoremos ese maravilloso don; a que lo pongamos
en práctica; pues así estaremos, aunque de forma misteriosa, experimentando a
Dios mismo.
Si así amamos, entonces podremos comprender la paradoja aún más
radical con la que termina el evangelio de este domingo: “el que no toma su cruz y me
sigue, no es digno de mí. El que salve su vida la perderá y el que la pierda
por mí, la salvará”.
Dejemos caer en nuestro corazón la invitación paradójica que Jesús
nos hace…