domingo, 11 de junio de 2017

La Santísima Trinidad; 11 de junio del 2017; Homilía de FFF

Éxodo 344-6. 8-9; Daniel 3; 2ª Corintios 1311-13; Juan 316-18

La festividad que hoy celebramos es la de la Santísima Trinidad, con la que la liturgia concluye los grandes misterios del cristianismo. A partir de aquí comenzarán los domingos ordinarios en los que se irá desplegando ante nuestra mirada la vida de Jesús y su camino, hasta el inicio del tiempo del Adviento.
Abrirnos al misterio de la Trinidad nos lleva al corazón de Dios, a su esencia más profunda, revelada por y en Jesucristo. Pero antes de tratar de balbucear algunos de sus rasgos más importantes, hay que subrayar la palabra “misterio”, pues la realidad de Dios, al ser lo absolutamente otro, no puede ser comprendida por la mente y el corazón humanos. Nos podemos acercar a Él, pero sólo –según afirma San Pablo- “como a través de un cristal oscuro”, “como por medio de un espejo”.
Lo que sabemos se nos ha revelado en primer lugar a través de la historia de Israel y la imagen de Dios que ellos nos dejaron; luego, a través de Jesús y su evangelio, como la Palabra del Padre y, en este sentido, como la concepción más aproximada que tenemos de Dios. Finalmente, a través del Espíritu, a lo largo de los siglos, a través de su acción que acompaña y gruía al grupo de seguidores de Jesús, los Cristianos.
Sin embargo, lo que tantos filósofos y literatos han expresado se verifica justo en Dios: lo esencial es invisible a los ojos, pero experimentable con el corazón. Nunca podremos comprender a cabalidad lo que Dios es; pero sin duda todos “los seguidores del Camino” hemos experimentado esa realidad de alguna manera; especialmente los místicos. San Pablo, después de las vivencias que tuvo cuando fue arrebatado al Cielo, no tuvo otra forma de expresar lo que vivió, sino diciendo que fue algo que “que ni el ojo vio, ni el oído oyó”. No obstante, todos nosotros, gracias a la fe, podemos experimentar de alguna manera –dentro de nuestra mediocridad de seguidores de Jesús-, a ese Dios Padre de Nuestro Señor Jesucristo.
Entonces, con “temor y temblor” –según afirmó San Pablo-, ¿qué podremos afirmar de Dios? Como tal, dos aspectos fundamentales: que el corazón de Dios, lo más vital de Él, lo que lo constituye, es el Amor. “Dios es amor”, lo dice con toda claridad San Juan; y el “que permanece en el amor, permanece en Dios”.
Pero, lo segundo, que la esencia de ese amor es “referencia a otro”; es decir, que Dios no es un ser único, cuya realidad más profunda fuera la “individualidad”, sino que Dios es “comunidad”; es Trinidad; referencia a otro, a otros, en su estructura más profunda. De ahí que si eso más profundo de Dios es “el amor”, entonces tiene que haber, cuando menos otro, como receptor de ese dinamismo. Dios se convierte en “Padre” que al amar al “Hijo”, plasma la relación entre los dos como “Espíritu”; como espíritu de amor, cuya fuerza integra todo lo que Dios es.
Nada fácil ni de explicar ni de comprender; pero cuando menos nos pueden quedar claros esos dos aspectos: que Dios es amor y que ese amor es comunión, comunidad de 3 personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en una sola realidad, Dios.
Veamos ahora algunos rasgos de cada una de las personas de esa Trinidad.
El Padre, es el padre de nuestro Señor Jesucristo; la fuente del amor; el que escuchó el sufrimiento del pueblo, su clamor, y decidió liberarlo; el que vio el desvío de la humanidad y decidió hacer redención para recuperarla. Es el Padre de la misericordia, de la bondad, del perdón; el que se alegra más por un pecador arrepentido que por mil justos que viven una vida mediocre; el que hace llover sobre buenos y malos; el que no busca la muerte del pecador, sino que se convierta.
Jesus es la palabra del Padre: el que vino a manifestarnos los misterios del Reino; el que transformó la imagen del Dios justiciero y vengador de una de las tradiciones del Antiguo Testamento, en la imagen del Padre del Hijo pródigo: un Padre capaz de perdonar 70 veces 7. Un Jesús que nos mostró cómo tener ojos para ver al que sufre, para acercarnos a él y transformar su vida; que se convirtió para nosotros en el “camino, la verdad y la vida”; y que nos amó tanto que con su amor pudo reconciliar a la humanidad con su Padre.
Y el Espíritu Santo, el don mayor que Jesús nos entregó al morir por nosotros. No nos dejó abandonados, sino que nos envió al Paráclito, al Consolador, al que nos guía y habrá de guiarnos a través de toda la historia de la comunidad de seguidores de Jesús; el que transforma nuestro corazón; el que es capaz de arrancar ese corazón de piedra que muchas veces tenemos y convertirlo en un corazón de carne.
En conclusión, vivamos esta invitación que el mismo Dios nos hace a celebrar agradecidamente su amor y seamos cada vez más parecidos a Él.