domingo, 18 de junio de 2017

11° domingo del Tiempo Ordinario; 18 de junio del 2017; Homilía FFF

Éxodo 192-6; Salmo 99; Romanos 56-11; Mateo 936-108

A partir de este domingo comienza la liturgia a exponer la vida de Jesús, en el momento en que comienza su misión. Con una conciencia progresiva de su propia identidad y con una clara llamada a anunciar al Padre, su Padre, que recibió en el Bautismo, Jesús inicia la proclamación del Reino de los Cielos.
Sin embargo, una cosa notable es que desde el principio no se lanza solo a realizar el encargo recibido. A diferencia de los profetas del Antiguo Testamento, línea que Él mismo había decidido seguir, Jesús rompe con la tradición de ellos invitando desde el inicio a gente del pueblo, para que lo acompañaran.
Llama mucho la atención este rasgo. No va solo; su acción no se va a reducir a lo que Él pueda hacer mientras esté en este mundo; entiende el llamado que recibió de su Padre, más que como un hito transitorio para impulsar un tiempo la historia de salvación, como algo permanente a través de los siglos; pero no será Él el que esté físicamente con ellos al frente de la Comunidad hasta el final de los tiempos, sino ese puñado de hombres y mujeres, sus seguidores, a quienes les confiará la continuidad de su Misión. Serán ellos quienes formarán posteriormente la “eclessía”, la “comunidad”, porque habiendo experimentado el “llamado”, se entregarán en cuerpo y alma a continuar lo que Él había comenzado.
Siendo Dios en sí mismo una comunidad de amor, Jesús no podía realizar en soledad su Misión. Además, siendo verdaderamente hombre, su vida estaba marcada por las mismas condiciones de cualquier ser humano. Es decir, su vida tendría un período de tiempo, más o menos corto o largo, pero igual que cualquier otra persona. De ahí su coherencia con lo que Él mismo vivió en el seno de la Santísima Trinidad. La experiencia de amor que surge de Dios al realizarse en las tres personas divinas, es justo lo que le lleva a determinar la forma como Él debía realizar su trabajo, desde el “amor” y en “comunidad”.
Ni podía ir solo ni podía ser el único protagonista de la historia de salvación, por más importante que fuera su acción sobre su pueblo. Jesús no será un “lobo solitario”. Maravillosa prueba de su humanidad. Como ser humano era plenamente consciente de que no viviría toda la eternidad en la tierra y consciente de que si quería que su obra siguiera adelante, tendría que buscar seguidores; personas que pudieran asumir la estafeta y continuarla, ahí sí, hasta el final de los tiempos.
De ahí lo significativo que después del bautismo y de su experiencia en el desierto en el que clarificó la forma como quería su Padre que Él realizara la misión, su primera acción –antes de cualquier otra- fue comenzar a llamar a sus seguidores, a aquellos que convertiría en discípulos, para luego enviarlos y transformarlos en los “apóstoles” (“enviados”) que continuarían la Misión, sabiendo que Él ya no estaría con ellos.
La estrategia de Jesús estaba clara desde este punto de vista: Él tenía que enseñar a sus discípulos “los misterios del Reino”; enseñarles la forma como debían realizar la Misión; mostrarles con acciones qué significaba que el “Reino estaba llegando” y que pedía conversión. Dos claves surgen, entonces, de su estrategia:
La primera, realizar con acciones, mostrar a sus discípulos al igual que a los pobladores de Israel, que el Reino estaba llegando con Jesús. Como dice el Evangelio de Mateo en este domingo, Jesús envía a sus discípulos a curar toda enfermedad y dolencia, a liberar a los poseídos por el diablo y a resucitar a los muertos. El Reino no es otra cosa que dar vida, y vida en abundancia; es regresar de alguna manera a la utopía del Paraíso perdido, en el que le vida estaba en plenitud. Jesús estaba restaurando, no el Reino histórico y limitado de Israel –como querían los judíos-, sino la naturaleza caída y destruida por el pecado de toda la humanidad, devolviéndole la vida que había perdido.
Y la segunda era enseñar a sus seguidores a realizar lo mismo que Él estaba haciendo ante sus ojos. Como auténtico maestro, su quehacer fue hacer que sus discípulos verdaderamente comprendieran y realizaran lo que Él estaba haciendo: la proclamación en obras y en palabras del Reino.
Así fue como comenzó la vida pública de Jesús: realizando el Reino y enseñando al puñado de seguidores que iban con Él, a realizar lo mismo, para que una vez que Jesús no estuviera, la Misión continuara.
Esa es la profunda invitación que hoy nos sigue haciendo el Maestro: a realizar obras que den vida y la den en abundancia, desde una comunidad de amor a imagen y semejanza como la de la Trinidad, en seguimiento de Jesús.