VIAJE APOSTÓLICO DEL PAPA FRANCISCO
A EGIPTO
(28-29 DE ABRIL DE 2017)
Al-Azhar Conference Centre, El
Cairo
Viernes 28 de abril de 2017
Al Salamò Alaikum!
Es para mí un gran regalo estar
aquí, en este lugar, y comenzar mi visita a Egipto encontrándome con vosotros
en el ámbito de esta Conferencia Internacional para la Paz. Agradezco a mi
hermano, al Gran Imán por haberla proyectado y organizado, y por su amabilidad
al invitarme. Quisiera compartir algunas reflexiones, tomándolas de la gloriosa
historia de esta tierra, que a lo largo de los siglos se ha manifestado al
mundo como tierra de civilización y tierra de alianzas.
Tierra de civilización. Desde la
antigüedad, la civilización que surgió en las orillas del Nilo ha sido sinónimo
de cultura. En Egipto ha brillado la luz del conocimiento, que ha hecho
germinar un patrimonio cultural de valor inestimable, hecho de sabiduría e
ingenio, de adquisiciones matemáticas y astronómicas, de admirables figuras
arquitectónicas y artísticas. La búsqueda del conocimiento y la importancia de
la educación han sido iniciativas que los antiguos habitantes de esta tierra
han llevado a cabo produciendo un gran progreso. Se trata de iniciativas
necesarias también para el futuro, iniciativas de paz y por la paz, porque no
habrá paz sin una adecuada educación de las jóvenes generaciones. Y no habrá
una adecuada educación para los jóvenes de hoy si la formación que se les
ofrece no es conforme a la naturaleza del hombre, que es un ser abierto y
relacional.
La educación se convierte de hecho
en sabiduría de vida cuando consigue que el hombre, en contacto con Aquel que
lo trasciende y con cuanto lo rodea, saque lo mejor de sí mismo, adquiriendo
una identidad no replegada sobre sí misma. La sabiduría busca al otro,
superando la tentación de endurecerse y encerrarse; abierta y en movimiento,
humilde y escudriñadora al mismo tiempo, sabe valorizar el pasado y hacerlo
dialogar con el presente, sin renunciar a una adecuada hermenéutica. Esta
sabiduría favorece un futuro en el que no se busca la prevalencia de la propia
parte, sino que se mira al otro como parte integral de sí mismo; no deja, en el
presente, de identificar oportunidades de encuentro y de intercambio; del
pasado, aprende que del mal sólo viene el mal y de la violencia sólo la
violencia, en una espiral que termina aislando. Esta sabiduría, rechazando toda
ansia de injusticia, se centra en la dignidad del hombre, valioso a los ojos de
Dios, y en una ética que sea digna del hombre, rechazando el miedo al otro y el
temor de conocer a través de los medios con los que el Creador lo ha dotado[1].
Precisamente, en el campo del
diálogo, especialmente interreligioso, estamos llamados a caminar juntos con la
convicción de que el futuro de todos depende también del encuentro entre
religiones y culturas. En este sentido, el trabajo del Comité mixto para el
Diálogo entre el Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso y el Comité
de Al-Azhar para el Diálogo representa un ejemplo concreto y alentador. El
diálogo puede ser favorecido si se conjugan bien tres indicaciones
fundamentales: el deber de la identidad, la valentía de la alteridad y la
sinceridad de las intenciones. El deber de la identidad, porque no se puede
entablar un diálogo real sobre la base de la ambigüedad o de sacrificar el bien
para complacer al otro. La valentía de la alteridad, porque al que es
diferente, cultural o religiosamente, no se le ve ni se le trata como a un
enemigo, sino que se le acoge como a un compañero de ruta, con la genuina
convicción de que el bien de cada uno se encuentra en el bien de todos. La
sinceridad de las intenciones, porque el diálogo, en cuanto expresión auténtica
de lo humano, no es una estrategia para lograr segundas intenciones, sino el
camino de la verdad, que merece ser recorrido pacientemente para transformar la
competición en cooperación.
Educar, para abrirse con respeto y
dialogar sinceramente con el otro, reconociendo sus derechos y libertades
fundamentales, especialmente la religiosa, es la mejor manera de construir
juntos el futuro, de ser constructores de civilización. Porque la única
alternativa a la barbarie del conflicto es la cultura del encuentro, no hay
otra manera. Y con el fin de contrarrestar realmente la barbarie de quien
instiga al odio e incita a la violencia, es necesario acompañar y ayudar a
madurar a las nuevas generaciones para que, ante la lógica incendiaria del mal,
respondan con el paciente crecimiento del bien: jóvenes que, como árboles
plantados, estén enraizados en el terreno de la historia y, creciendo hacia lo
Alto y junto a los demás, transformen cada día el aire contaminado de odio en
oxígeno de fraternidad.
En este desafío de civilización tan
urgente y emocionante, cristianos y musulmanes, y todos los creyentes, estamos
llamados a ofrecer nuestra aportación: «Vivimos bajo el sol de un único Dios
misericordioso. [...] Así, en el verdadero sentido podemos llamarnos, los unos
a los otros, hermanos y hermanas [...], porque sin Dios la vida del hombre
sería como el cielo sin el sol»[2]. Salga pues el sol de una renovada
hermandad en el nombre de Dios; y de esta tierra, acariciada por el sol,
despunte el alba de una civilización de la paz y del encuentro. Que san
Francisco de Asís, que hace ocho siglos vino a Egipto y se encontró con el
Sultán Malik al Kamil, interceda por esta intención.
Tierra de alianzas. Egipto no sólo
ha visto amanecer el sol de la sabiduría, sino que su tierra ha sido también
iluminada por la luz multicolor de las religiones. Aquí, a lo largo de los siglos,
las diferencias de religión han constituido «una forma de enriquecimiento mutuo
del servicio a la única comunidad nacional»[3]. Creencias religiosas diferentes
se han encontrado y culturas diversas se han mezclado sin confundirse,
reconociendo la importancia de aliarse para el bien común. Alianzas de este
tipo son cada vez más urgentes en la actualidad. Para hablar de ello, me
gustaría utilizar como símbolo el «Monte de la Alianza» que se yergue en esta
tierra. El Sinaí nos recuerda, en primer lugar, que una verdadera alianza en la
tierra no puede prescindir del Cielo, que la humanidad no puede pretender
encontrar la paz excluyendo a Dios de su horizonte, ni tampoco puede tratar de
subir la montaña para apoderarse de Dios (cf. Ex 19,12).
Se trata de un mensaje muy actual,
frente a esa peligrosa paradoja que persiste en nuestros días, según la cual
por un lado se tiende a reducir la religión a la esfera privada, sin
reconocerla como una dimensión constitutiva del ser humano y de la sociedad y,
por el otro, se confunden la esfera religiosa y la política sin distinguirlas
adecuadamente. Existe el riesgo de que la religión acabe siendo absorbida por
la gestión de los asuntos temporales y se deje seducir por el atractivo de los
poderes mundanos que en realidad sólo quieren instrumentalizarla. En un mundo
en el que se han globalizado muchos instrumentos técnicos útiles, pero también
la indiferencia y la negligencia, y que corre a una velocidad frenética,
difícil de sostener, se percibe la nostalgia de las grandes cuestiones sobre el
sentido de la vida, que las religiones saben promover y que suscitan la
evocación de los propios orígenes: la vocación del hombre, que no ha sido
creado para consumirse en la precariedad de los asuntos terrenales sino para
encaminarse hacia el Absoluto al que tiende. Por estas razones, sobre todo hoy,
la religión no es un problema sino parte de la solución: contra la tentación de
acomodarse en una vida sin relieve, donde todo comienza y termina en esta
tierra, nos recuerda que es necesario elevar el ánimo hacia lo Alto para
aprender a construir la ciudad de los hombres.
En este sentido, volviendo con la
mente al Monte Sinaí, quisiera referirme a los mandamientos que se promulgaron
allí antes de ser escritos en la piedra[4]. En el corazón de las «diez
palabras» resuena, dirigido a los hombres y a los pueblos de todos los tiempos,
el mandato «no matarás» (Ex 20,13). Dios, que ama la vida, no deja de amar al
hombre y por ello lo insta a contrastar el camino de la violencia como
requisito previo fundamental de toda alianza en la tierra. Siempre, pero sobre
todo ahora, todas las religiones están llamadas a poner en práctica este
imperativo, ya que mientras sentimos la urgente necesidad de lo Absoluto, es
indispensable excluir cualquier absolutización que justifique cualquier forma
de violencia. La violencia, de hecho, es la negación de toda auténtica
religiosidad.
Como líderes religiosos estamos
llamados a desenmascarar la violencia que se disfraza de supuesta sacralidad,
apoyándose en la absolutización de los egoísmos antes que en una verdadera
apertura al Absoluto. Estamos obligados a denunciar las violaciones que atentan
contra la dignidad humana y contra los derechos humanos, a poner al descubierto
los intentos de justificar todas las formas de odio en nombre de las religiones
y a condenarlos como una falsificación idolátrica de Dios: su nombre es santo,
él es el Dios de la paz, Dios salam[5]. Por tanto, sólo la paz es santa y
ninguna violencia puede ser perpetrada en nombre de Dios porque profanaría su
nombre.
Juntos, desde esta tierra de
encuentro entre el cielo y la tierra, de alianzas entre los pueblos y entre los
creyentes, repetimos un «no» alto y claro a toda forma de violencia, de
venganza y de odio cometidos en nombre de la religión o en nombre de Dios.
Juntos afirmamos la incompatibilidad entre la fe y la violencia, entre creer y
odiar. Juntos declaramos el carácter sagrado de toda vida humana frente a
cualquier forma de violencia física, social, educativa o psicológica. La fe que
no nace de un corazón sincero y de un amor auténtico a Dios misericordioso es
una forma de pertenencia convencional o social que no libera al hombre, sino
que lo aplasta. Digamos juntos: Cuanto más se crece en la fe en Dios, más se
crece en el amor al prójimo.
Sin embargo, la religión no sólo
está llamada a desenmascarar el mal sino que lleva en sí misma la vocación a
promover la paz, probablemente hoy más que nunca[6]. Sin caer en sincretismos
conciliadores[7], nuestra tarea es la de rezar los unos por los otros, pidiendo
a Dios el don de la paz, encontrarnos, dialogar y promover la armonía con un
espíritu de cooperación y amistad. Nosotros, omo cristianos —y yo soy
cristiano— «no podemos invocar a Dios, Padre de todos los hombres, si nos
negamos a conducirnos fraternalmente con algunos hombres, creados a imagen de
Dios»[8]. Hermanos de todos. Más aún, reconocemos que inmersos en una lucha
constante contra el mal, que amenaza al mundo para que «no sea ya ámbito de una
auténtica fraternidad», «a los que creen en la caridad divina les da la certeza
de que abrir a todos los hombres los caminos del amor y esforzarse por
instaurar la fraternidad universal no son cosas inútiles»[9]. Por el contrario,
son esenciales: En realidad, no sirve de mucho levantar la voz y correr a
rearmarse para protegerse: hoy se necesitan constructores de paz, no de armas;
hoy se necesitan constructores de paz, no provocadores de conflictos; bomberos
y no incendiarios; predicadores de reconciliación y no vendedores de
destrucción.
Asistimos perplejos al hecho de
que, mientras por un lado nos alejamos de la realidad de los pueblos, en nombre
de objetivos que no tienen en cuenta a nadie, por el otro, como reacción,
surgen populismos demagógicos que ciertamente no ayudan a consolidar la paz y
la estabilidad. Ninguna incitación a la violencia garantizará la paz, y
cualquier acción unilateral que no ponga en marcha procesos constructivos y
compartidos, en realidad, sólo beneficia a los partidarios del radicalismo y de
la violencia.
Para prevenir los conflictos y
construir la paz es esencial trabajar para eliminar las situaciones de pobreza
y de explotación, donde los extremismos arraigan fácilmente, así como evitar
que el flujo de dinero y armas llegue a los que fomentan la violencia. Para ir
más a la raíz, es necesario detener la proliferación de armas que, si se siguen
produciendo y comercializando, tarde o temprano llegarán a utilizarse. Sólo
sacando a la luz las turbias maniobras que alimentan el cáncer de la guerra se
pueden prevenir sus causas reales. A este compromiso urgente y grave están
obligados los responsables de las naciones, de las instituciones y de la
información, así como también nosotros responsables de cultura, llamados por
Dios, por la historia y por el futuro a poner en marcha —cada uno en su propio
campo— procesos de paz, sin sustraerse a la tarea de establecer bases para una
alianza entre pueblos y estados. Espero que, con la ayuda de Dios, esta tierra
noble y querida de Egipto pueda responder aún a su vocación de civilización y
de alianza, contribuyendo a promover procesos de paz para este amado pueblo y para
toda la región de Oriente Medio.
Salamò Alaikum!
Por otra parte, una ética de
fraternidad y de coexistencia pacífica entre las personas y entre los pueblos
no puede basarse sobre la lógica del miedo, de la violencia y de la cerrazón,
sino sobre la responsabilidad, el respeto y el diálogo sincero»: Mensaje para
la Jornada Mundial de la Paz 2017. La no violencia: un estilo de una política
para la paz, 5.
Juan Pablo II, Discurso a las
autoridades musulmanas, Kaduna–Nigeria (14 febrero 1982).
Id., Discurso durante la
ceremonia de bienvenida, El Cairo (24 febrero 2000).
Fueron escritos en el corazón
del hombre como ley moral universal, válida en todo tiempo y en todo lugar».
Estos ofrecen la «base auténtica para la vida de las personas, de las
sociedades y de las naciones. Hoy, como siempre,son el único futuro de la
familia humana. Salvan al hombre de la fuerza destructora del egoísmo, del odio
y de la mentira. Señalan todos los falsos dioses que lo esclavizan: el amor a
sí mismo que excluye a Dios, el afán de poder y placer que altera el orden de
la justicia y degrada nuestra dignidad humana y la de nuestro prójimo»: Id.,
Homilía en la celebración de la Palabra en el Monte Sinaí, Monasterio de Santa
Catalina (26 febrero 2000).
Cf. Discurso en la Mezquita
Central de Koudoukou, Bangui-República Centroafricana (30 noviembre 2015).
Probablemente más que nunca en
la historia ha sido puesto en evidencia ante todos el vínculo intrínseco que
existe entre una actitud religiosa auténtica y el gran bien de la paz» (Juan
Pablo II, Discurso a los Representantes de las Iglesias y de Comunidades
eclesiales cristianas y de las religiones mundiales, Asís (27 octubre 1986).
Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 251.
Conc. Ecum. Vat. II,
Declaración Nostra aetate, 5.
Id., Const. past. Gaudium et spes, 37-38.