domingo, 10 de diciembre de 2017

2° Dom. de Adviento; Dic. 10 '17; Conversión Sostenida; J.A. Pagola

Preparadle el camino al Señor.
Entre el otoño del año 27 y la primavera del 28 aparece en el horizonte religioso de Palestina un profeta original e independiente que provoca un fuerte impacto en el pueblo. Su nombre es Juan. Las primeras generaciones lo vieron siempre como el hombre que preparó el camino a Jesús.
Hay algo nuevo y sorprendente en este profeta. No predica en Jerusalén como Isaías y otros profetas: vive apartado de la elite del templo. Tampoco es un profeta de la corte: se mueve lejos del palacio de Antipas. De él se dice que es «una voz que grita en el desierto», un lugar que no puede ser fácilmente controlado por ningún poder.
No llegan hasta el desierto los decretos de Roma ni las órdenes de Antipas. No se escucha allí el bullicio del templo. Tampoco se oyen las discusiones de los maestros de la ley. En cambio, se puede escuchar a Dios en el silencio y la soledad. Es el mejor lugar para iniciar la conversión a Dios preparando el camino a Jesús.
Éste es precisamente el mensaje de Juan: «Preparad el camino al Señor allanad sus senderos». Este «camino del Señor» no son las calzadas romanas por donde se mueven las legiones de Tiberio. Estos «senderos» no son los caminos que llevan al templo. Hay que abrir caminos nuevos al Dios que llega con Jesús.
Esto es lo primero que necesitamos también hoy: convertimos a Dios, volver a Jesús, abrirle caminos en el mundo y en la Iglesia. No se trata de un «aggiornamento» ni de una adaptación al momento actual. Es mucho más. Es poner a la Iglesia entera en estado de conversión.
Probablemente se necesitará mucho tiempo para poner la compasión en el centro del cristianismo. No será fácil pasar de una «religión de autoridad» a una «religión de llamada». Pasarán años hasta que en las comunidades cristianas aprendamos a vivir para el reino de Dios y su justicia. Se necesitarán cambios profundos para poner a los pobres en el centro de nuestra religión.

A Jesús sólo se le puede seguir en estado de conversión. Necesitamos alimentar una «conversión sostenida». Una actitud de conversión que hemos de transmitir a las siguientes generaciones. Sólo una Iglesia así es digna de Jesús.

2° dom. de Adviento; Dic. 10 del 2017; Preparar la venida del Señor; FFF

Isaías 401-5. 9-11; Salmo 84; 2ª Pedro 38-14; Marcos 11-8
Entramos ya al tiempo de Adviento; al tiempo de la espera, de la preparación para la llegada del Señor. La liturgia quiere que nos preparemos, pero también que nos alegremos porque “viene nuestro Salvador”, nuestro Mesías; y a eso van las 3 lecturas de este domingo.
Comencemos por el profeta Isaías. En el contexto del desastre y el exilio del Pueblo de Israel, cuando las condiciones socio-políticas son totalmente adversas, cuando no hay para los judíos ningún signo visible de esperanza, el Profeta que habla en nombre de Yahvé grita a voz en cuello: “Consuelen, consuelen a mi pueblo. Díganle a gritos que ya terminó el tiempo de su servidumbre”. Y la razón de tal esperanza y de tal consuelo la resume Isaías en la siguiente afirmación: porque “aquí está su Dios. Aquí llega el Señor, lleno de poder… Como pastor apacentará a su rebaño”.
La razón profunda de esa esperanza anunciada no se finca ni en la acción del hombre ni en un cambio mágico de las circunstancias y condiciones en las que se encuentra Israel; sino, simplemente, en el poder de ese Dios que se acerca al pueblo que sufre, para librarlo de su esclavitud y servidumbre y devolverlo a la tierra prometida de la que habían sido exiliados. Si hay algo que caracteriza a ese Dios es su misericordia, su capacidad de sufrir con los que sufren y, entonces, de intervenir para bien de los suyos. Yahvé se compadece del sufrimiento de sus hijos y actúa libre y espontáneamente para aliviar su dolor; y no porque ellos hayan cambiado o se hayan convertido, sino porque su misericordia es mayor que los pecados que ellos hayan cometido: no importa si se convirtieron o no; sino que Dios ya no soporta el dolor que los atraviesa.
La iniciativa es totalmente de Él; pero, al mismo tiempo, le pide a su pueblo que “prepare el camino del Señor en el desierto… Que todo valle se eleve, que todo monte y colina se rebajen; que lo torcido se enderece y lo escabroso se allane”. Sólo entonces “se revelará la gloria de Señor y todos los hombres la verán”.
Y esto es lo importante del texto de Isaías que nos lanza a una paradoja: la salvación viene de Dios; de Él es la iniciativa; pero al mismo tiempo el pueblo de Israel tiene que preparar esa venida. Pero, entonces, ¿de quién depende la salvación y la venida de Yahvé a salvar: de la iniciativa divina o de la preparación que el pueblo haga? ¿Es el ser humano el que por su propia fuerza de voluntad hará que Dios venga a salvarlo, o no? Pero, entonces, ¿ya para qué viene?
Si el ser humano puede allanar lo escabroso y enderezar todos los caminos por sí mismo, entonces ya no necesita que Dios venga a salvarlo, porque él mismo lo consiguió por sus propias fuerzas. ¿O la salvación es algo más que allanar la injusticia y el dolor en el mundo?
Dentro de la paradoja, lo que Isaías deja claro en este texto es que definitivamente Dios es el que salva; pero que simultáneamente el hombre no puede quedarse con los brazos cruzados: Dios salva, pero el ser humano tiene que responder. Ahora bien, parece entonces que es la gracia y el poder de Dios los que gratuitamente nos ayudan para actuar conforme a su voluntad y poder así lograr mejores condiciones de vida, disminuyendo el sufrimiento que nos aqueja; pero también es cierto que nosotros tenemos que actuar. De forma que el don de Dios se convierte en la invitación a que respondamos poniendo lo que nos toca. El evangelio lo dejó claro: Jesús hacía milagros, pero sólo si la gente tenía fe.
San Pedro, en su 2ª carta, nos aclara la paradoja: el ser humano tiene que actuar, pero es Dios quien nos ayuda a responder; sin embargo, la intervención de Dios no termina aquí; va más allá. “Nosotros confiamos en la promesa del Señor –dice San Pedro- y esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, en que habite la justicia”. La promesa e intervención de Dios van más allá de un mundo plano de condiciones ideales para el ser humano; Dios nos ofrece un “cielo nuevo y una tierra nueva”: hay aquí una promesa que va más allá de cualquier expectativa humana: ésta es la verdadera salvación que Dios nos ofrece. Como diría San Pablo, “algo que ni el ojo vio ni el oído oyó”.
Es lo que afirma el Evangelio de Marcos: hay que preparar el camino, no para un mejor orden en el mundo, sino para recibir a una persona, a Jesús que es esperado como una verdadera “buena noticia”. Juan el Bautista invita a una conversión de los pecados; Jesús a recibir el Reino, a recibirlo a Él, como presencia de Dios en el mundo. Ya no se trata de regresar a la tierra prometida, de que la injusticia se acabe; sino de recibir a una persona que hará efectiva la misericordia de Dios hacia sus hijos, “curando toda enfermedad y toda dolencia”.
En este sentido, el énfasis no lo podemos poner en el pecado, en la conversión individual, en el sentirnos buenos; sino en el prepararnos para recibir el mayor don que Dios nos ha dado: a su hijo Jesucristo y al Reino.
Prepararnos, pues, para esta navidad en el tiempo de adviento, no tiene que estar girando en torno a nuestros pecados y a la conversión individual. Claro, es condición; pero lo fundamental es abrirnos a recibir al hijo de Dios y acoger su oferta de salvación que está centrada en la aceptación del Reino de justicia y amor, que nos propuso Jesús en el evangelio.



domingo, 26 de noviembre de 2017

Cristo Rey; Nov. 26 '17; Homilía de J. A. Pagola

LO DECISIVO
El relato no es propiamente una parábola sino una evocación del juicio final de todos los pueblos. Toda la escena se concentra en un diálogo largo entre el Juez que no es otro que Jesús resucitado y dos grupos de personas: los que han aliviado el sufrimiento de los más necesitados y los que han vivido negándoles su ayuda.
A lo largo de los siglos los cristianos han visto en este diálogo fascinante "la mejor recapitulación del Evangelio", "el elogio absoluto del amor solidario" o "la advertencia más grave a quienes viven refugiados falsamente en la religión". Vamos a señalar las afirmaciones básicas.
Todos los hombres y mujeres sin excepción serán juzgados por el mismo criterio. Lo que da un valor imperecedero a la vida no es la condición social, el talento personal o el éxito logrado a lo largo de los años. Lo decisivo es el amor práctico y solidario a los necesitados de ayuda.
Este amor se traduce en hechos muy concretos. Por ejemplo, «dar de comer», «dar de beber», «acoger al inmigrante», «vestir al desnudo», «visitar al enfermo o encarcelado». Lo decisivo ante Dios no son las acciones religiosas, sino estos gestos humanos de ayuda a los necesitados. Pueden brotar de una persona creyente o del corazón de un agnóstico que piensa en los que sufren.
El grupo de los que han ayudado a los necesitados que han ido encontrando en su camino, no lo han hecho por motivos religiosos. No han pensado en Dios ni en Jesucristo. Sencillamente han buscado aliviar un poco el sufrimiento que hay en el mundo. Ahora, invitados por Jesús, entran en el reino de Dios como "benditos del Padre".
¿Por qué es tan decisivo ayudar a los necesitados y tan condenable negarles la ayuda? Porque, según revela el Juez, lo que se hace o se deja de hacer a ellos, se le está haciendo o dejando de hacer al mismo Dios encarnado en Cristo. Cuando abandonamos a un necesitado, estamos abandonando a Dios. Cuando aliviamos su sufrimiento, lo estamos haciendo con Dios.
Este sorprendente mensaje nos pone a todos mirando a los que sufren. No hay religión verdadera, no hay política progresista, no hay proclamación responsable de los derechos humanos si nos es defendiendo a los más necesitados, aliviando su sufrimiento y restaurando su dignidad.

En cada persona que sufre Jesús sale a nuestro encuentro, nos mira, nos interroga y nos suplica. Nada nos acerca más a él que aprender a mirar detenidamente el rostro de los que sufren con compasión. En ningún lugar podremos reconocer con más verdad el rostro de Jesús.

Cristo Rey, 26 de noviembre del 2017, Homilia FFF

Ezequiel 3411-12. 15-17; Salmo 22; 1ª Corintios 1520-26. 28; Mateo 2531-46

Hoy celebramos una de las fiestas más importantes de la liturgia cristiana que cierra el ciclo litúrgico de todo el año: la fiesta de “Cristo Rey”. Y en ella encontramos aspectos fundamentales del Evangelio de Jesucristo Nuestro Señor, de la “Buena Noticia del Reino”. En esta fiesta encontramos elementos claves, indicadores (por así decirlo), que nos harán saber dónde estamos: si en la dinámica del Reino o fuera de ella.
Comencemos por la parábola del “Juicio Final”, como se le ha llamado a este texto del Evangelio de Mateo. El contenido lo sabemos: el que ayuda a su prójimo, se salva; el que lo ignora, se condena.
Aparentemente el mensaje es brutal y sin matices: aquí no hay de otra: si actuamos bien, tendremos participación en el Reino; y si no, quedaremos apartados de él para siempre. Sin embargo, surge una pregunta: ¿Es éste el verdadero mensaje de la perícopa? ¿Qué está subrayando este texto: la salvación y condenación, o alguna otra enseñanza? ¿Qué es más importante: el buscar nuestra propia salvación o ayudar al otro, especialmente al pobre, al desvalido, al marginado, al que sufre?
Si leemos la parábola en el contexto de las otras dos lecturas de este domingo, caeremos en la cuenta de que el énfasis verdadero, profundo y radical, no está en la preocupación por salvarnos o no, sino en la invitación radical a sumarnos a la acción de Jesucristo de aliviar el dolor del mundo, de sus hijos, de la raza humana, no importando quiénes sean, a qué religión pertenezcan, o si son buenos o malos.
En la Primera lectura, el gran Profeta Ezequiel nos descubre lo más hondo del corazón misericordioso de nuestro Dios, de Yahvé, que para nada habla de la condenación de sus hijos, sino de la preocupación  de que todos se salven, de que todos entren al Reino. Las palabras del Profeta son un gran aliento para nosotros y, con un poco de sensibilidad que tengamos, veremos la gran ternura y amor de nuestro creador. Ante el exilio y la traición del pueblo, ante el cúmulo de infidelidades que el pueblo escogido ha cometido, la reacción de Yahvé no es la de quien desde la “justicia divina” borrará a todos de la existencia y los condenará al Sëol. No, el comportamiento de su Dios es otro, es la respuesta a su infinita misericordia: “Esto dice el Señor Dios –afirma Ezequiel-: Yo mismo iré a buscar a mis ovejas y velaré por ellas…; iré por ellas a todos los lugares por donde se dispersaron un día de niebla y oscuridad”.
Pero no sólo las buscará, sino las “apacentará”. Nada de reclamos ni condenaciones, como continua el texto: “Yo mismo las apacentaré…, las haré reposar…, dice el Señor Dios. Buscaré a la oveja perdida y haré volver a la descarriada: curaré a la herida, robusteceré a la débil… Yo las apacentaré con justicia”.
Entonces, ¿de qué se trata? ¿Cuál es el mensaje radical que la festividad de este día, la de Cristo Rey, está dándonos? ¿La de salvación o la de condenación? Cuando menos el énfasis en el texto de Ezequiel que hoy nos ofrece la liturgia, es absolutamente de cariño, cuidado, misericordia, en una sola palabra, de amor salvador, redentor.
Pero no sólo es Ezequiel. Algo más radical escribe San Pablo en su primera carta a los Corintios. Con una lógica de salvación, compara las consecuencias de las decisiones de Adán y de Cristo. Por el primero “vino la muerte”; por el segundo, “vendrá la resurrección”. “En efecto –continúa Pablo- así como en Adán todos mueren, así en Cristo todos volverán a la vida”. Por el pecado de Adán entró la muerte a toda la humanidad; por el acto de amor y de entrega de Jesús, entraron la vida, la salvación; llegaron igualmente para toda la humanidad: buenos y malos, creyentes y no creyentes; todos somos hijos de Dios, todos somos ovejas del mismo redil. Dios es nuestro pastor, nuestro salvador, y todos seremos salvados en Él y por Él.
Según Pablo, la acción de Cristo no es aniquilar al pecador, sino salvarlo. Lo que se aniquila son “todos los poderes del mal”. Jesús “tiene que reinar hasta que el Padre ponga bajo sus pies a todos sus enemigos. El último de los enemigos en ser aniquilado, será la muerte… Así, al final…, Dios será todo en todas las cosas”. No se trata de aniquilar al ser humano, sino a sus enemigos.
El contexto, entonces, de ambas textos nos permite hacer una lectura acertada, profunda y más verdadera del mensaje de Mateo: lo radical no es la condenación de los que no actúan en solidaridad con sus hermanos; sino la importancia y radicalidad del compromiso cristiano: tenemos que hacer lo imposible porque la humanidad no siga sufriendo; estamos invitados, como el Padre, a apacentar el rebaño, a cuidar a las ovejas, a garantizar que haya pasto para todas, a que nadie sufra.
Pero, entonces, ¿nadie será condenado? ¿Por qué entonces este juicio final donde se afirma que los corderos irán a la salvación y los cabritos, no? Simplemente porque no se trata de un “texto parabólico”, sino “hiperbólico”. Es decir, se trata de acentuar exageradamente las tintas, para que los oyentes caigan en la cuenta de la radicalidad e importancia que tiene la solidaridad con los hermanos abandonados. No se trata de subrayar la condenación, sino de exigir la ayuda solidaria al otro. Esto es lo verdaderamente radical. Y el texto menciona las cosas de esta forma, como para sacudirnos la indiferencia y apatía con la que muchas veces tomamos las invitaciones del Evangelio; es un recurso de la oratoria de Jesús, para que tomemos en serio la invitación que Él nos hace: el compromiso con el pobre y el marginado.
A cada uno nos toca ver cómo queremos responder a esta invitación radical que se nos hace en este domingo de Cristo Rey.


domingo, 12 de noviembre de 2017

32 Dom. Ord. 12 de nov. '17. ENCENDER UNA FE GASTADA; J. A. Pagola.

La primera generación cristiana vivió convencida de que Jesús, el Señor resucitado, volvería muy pronto lleno de vida. No fue así. Poco a poco, los seguidores de Jesús se tuvieron que preparar para una larga espera.
No es difícil imaginar las preguntas que se despertaron entre ellos. ¿Cómo mantener vivo el espíritu de los comienzos? ¿Cómo vivir despiertos mientras llega el Señor? ¿Cómo alimentar la fe sin dejar que se apague? Un relato de Jesús sobre lo sucedido en una boda les ayudaba a pensar la respuesta.
Diez jóvenes, amigas de la novia, encienden sus antorchas y se preparan para recibir al esposo. Cuando, al caer el sol, llegue a tomar consigo a la esposa, los acompañarán a ambos en el cortejo que los llevará hasta la casa del esposo donde se celebrará el banquete nupcial.
Hay un detalle que el narrador quiere destacar desde el comienzo. Entre las jóvenes hay cinco «sensatas» y previsoras que toman consigo aceite para impregnar sus antorchas a medida que se vaya consumiendo la llama. Las otras cinco son unas «necias» y descuidadas que se olvidan de tomar aceite con el riesgo de que se les apaguen las antorchas.
Pronto descubrirán su error. El esposo se retrasa y no llega hasta medianoche. Cuando se oye la llamada a recibirlo, las sensatas alimentan con su aceite la llama de sus antorchas y acompañan al esposo hasta entrar con él en la fiesta. Las necias no saben sino lamentarse: «Que se nos apagan las antorchas». Ocupadas en adquirir aceite, llegan al banquete cuando la puerta está cerrada. Demasiado tarde.
Muchos comentaristas tratan de buscar un significado secreto al símbolo del «aceite». ¿Está Jesús hablando del fervor espiritual, del amor, de la gracia bautismal…? Tal vez es más sencillo recordar su gran deseo: «Yo he venido a traer fuego a la tierra, y ¿qué he de querer sino que se encienda?». ¿Hay algo que pueda encender más nuestra fe que el contacto vivo con él?
¿No es una insensatez pretender conservar una fe gastada sin reavivarla con el fuego de Jesús? ¿No es una contradicción creernos cristianos sin conocer su proyecto ni sentirnos atraídos por su estilo de vida?

Necesitamos urgentemente una calidad nueva en nuestra relación con él. Cuidar todo lo que nos ayude a centrar nuestra vida en su persona. No gastar energías en lo que nos distrae o desvía de su Evangelio. Encender cada domingo nuestra fe rumiando sus palabras y comulgando vitalmente con él. Nadie puede transformar nuestras comunidades como Jesús.

32° Dom. Ord; Nov 12 '17; Homilía FFF

Sabiduría 612-16; Salmo 62; 1ª Tesalonicenses 413-18; Mateo 251-13

El tiempo de adviento se aproxima; tiempo que nos invita a esperar la venida del Señor. De ahí las lecturas que hoy nos ofrece la liturgia.
El evangelio nos narra una escena más de un banquete de bodas, como la fiesta del Reino. La máxima felicidad a la que el ser humano, el creyente, puede acceder, es a estar ahí: en esa fiesta en la que el amor será el ambiente que se respire, porque en medio del Señor Jesús, del Padre y del Espíritu, nos encontraremos todos los hombres y mujeres rebosando de vida, al ser invitados gratuitamente por el Dios del Reino.
Sin embargo, la parábola en la que Jesús describe el acceso al banquete está implicando una preparación, un cuidado especial. 10 doncellas esperan la llegada del Novio; sin embargo, 5 de ellas no piensan que la espera se puede alargar; no prevén alguna contingencia; algo que pueda ocurrir y que, entonces, el Novio tarde más en llegar y el aceite de las lámparas se les termine.
Hay un primer dato interesante: todas tienen las lámparas encendidas; no han sido descuidadas, perezosas o indiferentes a la llegada del Novio. El problema es que no han ido más allá de lo que exigiría un primer comportamiento –podemos decir normal- para alguien encargado de esperar al Novio. Simplemente cumplieron con su deber; pero no fueron más allá “de la ley”, al estilo farisaico. Eso era lo que les habían pedido; y eso hicieron.
Pero Jesús, en este reclamo está señalando que el Reino lo pide todo; exige más que la ley; pide que estemos alertas, que lo preveamos todo; que incluso nos imaginemos el peor escenario y que a ese queramos responder. El Reino no es para los que se conforman con cumplir; sino para los que están dispuestos a dar más de lo que se les pide. Y esto no lo hicieron las vírgenes imprudentes.
La siguiente parte de la parábola es un tanto escandalosa, porque parece que entre ellas no hay solidaridad. Uno esperaría que así como Jesús invitaba a compartirlo todo (“si te piden la túnica, dales también la capa”-había señalado en otra parte del Evangelio-), las Vírgenes prudentes compartieran su aceite, pues lo importante era que todas entraran al banquete con el Novio. Sin embargo, no lo hacen. Les sugieren que vayan a comprar más; pero en su tardanza quedan fuera porque el Novio llega antes. ¿Por qué no comparten? ¿Por egoístas? ¿No sería más importante la solidaridad que la entrada en el Banquete?
Obvio que sí; pero en este momento lo que Jesús quiere subrayar con toda la fuerza y claridad es que para entrar al Reino, no basta con “cumplir”; con hacer las cosas como lo indica la costumbre, la ley o la tradición. El Reino lo exige todo; exige ir un paso adelante; requiere gente apasionada que al estar convencidos de lo fundamental y no querer perdérselo, cuidan todos los flancos para evitar ser excluidos del Banquete. No basta una primera respuesta; el Reino exige una previsión, un comportamiento más astuto, en el que el amor por el Novio nos hace prever el futuro.
El tema, sin embargo, no queda aquí. La pregunta es qué significa para nosotros “ser previsores”; estar preparados para lo imprevisto. La primera lectura, la del libro de la Sabiduría, nos ofrece pistas muy interesantes. Veamos:
Radiante es la sabiduría; con facilidad la contemplan quienes la aman”: este es el primer dato. Si amamos verdaderamente, si amamos al modo de Jesús, si amamos con pasión, iremos más allá del “mero cumplir” y estaremos preparados para lo que venga y para cuando venga. No estaremos midiendo nuestra entrega; no estaremos pichicateando nuestra relación con Dios.
Entonces nosotros entraremos en Él y Él en nosotros, algo semejante al banquete del Reino; “pues ella se deja encontrar por quienes la buscan y se anticipa a darse a conocer a los que la desean”. Si la buscamos, si la deseamos, entonces las cosas se darán naturalmente, sin mayor esfuerzo. “El que madruga por ella no se fatigará, porque la hallará sentada a su puerta…; quien por ella se desvela pronto se verá libre de preocupaciones… ella misma sale a buscarlos por los caminos; se les aparece benévola y colabora con ellos en todos sus proyectos”.
El que lo da todo, todo lo recibirá; el que ama apasionadamente más allá de la ley o del cumplir, ese podrá entrar en el Reino de los Cielos.




domingo, 22 de octubre de 2017

29 Dom. Ord.; Oct. 22 '17; J.A. Pagola

LOS POBRES SON DE DIOS
A espaldas de Jesús, los fariseos llegan a un acuerdo para prepararle una trampa decisiva. No vienen ellos mismos a encontrarse con él. Les envían a unos discípulos acompañados por unos partidarios de Herodes Antipas. Tal vez, no faltan entre estos algunos poderosos recaudadores de los tributos para Roma.
La trampa está bien pensada: “¿Es lícito pagar impuestos al César o no?”. Si responde negativamente, le podrán acusar de rebelión contra Roma. Si legitima el pago de tributos, quedará desprestigiado ante aquellos pobres campesinos que viven oprimidos por los impuestos, y a los que él ama y defiende con todas sus fuerzas.
La respuesta de Jesús ha sido resumida de manera lapidaria a lo largo de los siglos en estos términos: “Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Pocas palabras de Jesús habrán sido citadas tanto como éstas. Y ninguna, tal vez, más distorsionada y manipulada desde intereses muy ajenos al Profeta, defensor de los pobres.
Jesús no está pensando en Dios y en el César de Roma como dos poderes que pueden exigir cada uno de ellos, en su propio campo, sus derechos a sus súbditos. Como todo judío fiel, Jesús sabe que a Dios “le pertenece la tierra y todo lo que contiene, el orbe y todos sus habitantes” (salmo 24). ¿Qué puede ser del César que no sea de Dios? Acaso los súbditos del emperador, ¿no son hijos e hijas de Dios?
Jesús no se detiene en las diferentes posiciones que enfrentan en aquella sociedad a herodianos, saduceos o fariseos sobre los tributos a Roma y su significado: si llevan “la moneda del impuesto” en sus bolsas, que cumplan sus obligaciones. Pero él no vive al servicio del Imperio de Roma, sino abriendo caminos al reino de Dios y su justicia.
Por eso, les recuerda algo que nadie le ha preguntado: “Dad a Dios lo que es de Dios”. Es decir, no deis a ningún César lo que solo es de Dios: la vida de sus hijos e hijas. Como ha repetido tantas veces a sus seguidores, los pobres son de Dios, los pequeños son sus predilectos, el reino de Dios les pertenece. Nadie ha de abusar de ellos.
No se ha de sacrificar la vida, la dignidad o la felicidad de las personas a ningún poder. Y, sin duda, ningún poder sacrifica hoy más vidas y causa más sufrimiento, hambre y destrucción que esa “dictadura de una economía sin rostro y sin un objetivo verdaderamente humano” que, según el papa Francisco, han logrado imponer los poderosos de la Tierra. No podemos permanecer pasivos e indiferentes acallando la voz de nuestra conciencia en la práctica religiosa.


29° dom. Ord; Oct 22 ´'17; Homilía FFF.

Isaías 451. 4-6; Salmo 95; Tesalonicenses 11-5; Mateo 2215-21

La clave fundamental de este domingo está centrada en torno a la centralidad de Dios mismo en nuestras vidas.
Isaías nos relata cómo Ciro, rey de Persia, recibe una invitación especial de lo alto, a fin de permitir que los hebreos regresen a Jerusalén y reconstruyan su Templo. Interesante cómo un Rey que no es del pueblo elegido ni conoce a Yahvé capta su mensaje, en torno a la liberación de su pueblo. Isaías, entonces, aprovecha esto para mostrar cómo Yahvé es “el Señor y no hay otro; fuera de mí no hay Dios”, afirma contundentemente.
En cuanto al evangelio de Mateo, de alguna manera subraya lo mismo, al hablarnos de la trampa en la que los judíos quieren hacer caer a Jesús: “¿Es lícito no o pagar el tributo al César?” La respuesta de Jesús es categórica. Les pide a los fariseos, que van en alianza con sus enemigos, los del partido de Herodes, que le muestren la moneda del tributo, en cuya imagen está el César. Jesús, entonces, concluye: “Den, pues, al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”.
A lo largo de la historia de la misma Iglesia Católica se ha utilizado esta alocución de Jesús para justificar los impuestos, aceptando que el mismo Jesús reconocía como otro poder que estaba a la par con Dios, como si el César fuera también de origen divino. Pero en el fondo Jesús está afirmando algo mucho más radical: está diciendo que al César no se le puede dar la adoración que sólo le corresponde a Dios. A César, por decirlo de alguna manera, le corresponde lo que está en juego en el mundo material, en el de las relaciones políticas; pero que jamás se le puede dar el trato de “Dios”. Hay que poner cada cosa en su lugar. Al primero le corresponde recibir lo que implica su categoría de gobernante; pero al segundo, a Dios, le toca la categoría absoluta de su divinidad, como único Señor de toda la historia.
En este trozo del evangelio no se toca el problema de lo justo o injusto de los impuestos, ni la denominación injusta de los romanos gobernados por el César; aunque de fondo sí se está cuestionando su autoridad, pues desde la realidad de Dios, ningún ser humano tiene derecho a tener dominio sobre los demás, a hacerlos esclavos ni a disponer de sus vidas y sus bienes, como lo estaban haciendo los romanos.
Como dice Isaías, Dios es el único Señor de toda la historia; ningún hombre puede asumir su divinidad, por más poderoso que sea. En pocas líneas y con una conclusión contundente, Mateo pone las cosas en su lugar y enfatiza la realidad de Dios por encima de cualquier cosa o persona.
Esto, que aparentemente no nos atañe, nos está lanzando el cuestionamiento a cada uno de nosotros: ¿De verdad estamos reconociendo que el Padre de Jesús es el único Señor de toda la historia, que sólo Él es el Dios verdadero? El gran reto para nosotros, cristianos, es que muchas veces hemos puesto a Dios como otro objeto más, dentro del sinnúmero de intereses y preferencias que tenemos en nuestra vida. En otras palabras, a Dios lo hemos reducido a un ídolo más y a las cosas que nos mueven en la vida las hemos convertido en pequeños dioses, en ídolos, a quienes les sacrificamos la vida entera.
San Ignacio lo afirma con toda claridad: en el camino de la vida es muy fácil confundirnos y olvidarnos que “somos creados por Dios y para Él”; y tal confusión nos lleva a servir al dinero, al poder, al prestigio, a las riquezas, como sustitutos de Dios; como aquello que nos podrá dar la felicidad que siempre anhelamos. Simplemente, los hemos hecho ídolos de nuestros propios altares; y dentro de ellos hemos puesto a uno más que es el Dios verdadero; lo hemos reducido, si bien le va, a un rato los domingos, o a una oración antes de salir de cada o antes de dormirnos. Como si fuera el amuleto que necesitamos para protegernos, para que nada nos pase. Al mismo que acudimos, si el poder o las riquezas ya no pueden darnos lo que en esos momentos necesitamos: como la salud o el consuelo por una gran pérdida de bienes o de personas queridas.
De esta forma, le estamos dando al César lo que es exclusivo de Dios. Frecuentemente no logramos poner en el centro absoluto de nuestras vidas, en lo más profundo de los afectos, en el centro del corazón, al verdadero Dios, al Dios de la historia, al único Señor. No hemos entendido que fuera de Él no hay otro Dios; que todas las cosas, por más importantes que sean en nuestras vidas, no pueden darnos lo que sólo le corresponde al Padre de Nuestro Señor Jesucristo.
Por eso, San Ignacio, habla del “principio y fundamento” de nuestras vidas; Dios ha de ser el centro, la piedra angular, aquello desde lo que hacemos y realizamos toda la vida; ha de ser como la óptica desde lo que todo lo vemos; lo que nos permite absolutizar lo que es absoluto, y relativizar todo lo demás. Simplemente es cuestión de orden, de jerarquías.
Preguntémonos, entonces, quién está en el centro de nuestro corazón; y si no es Dios, entonces le estaremos dando al César (al poder, las riquezas, el prestigio, etc.) lo que es exclusivo de Dios.
Finalmente, San Pablo agradece a Dios, porque los tesalonicenses han realizado obras que manifiestan la fe que tienen, como afirma también el apóstol Santiago, “sin obras no hay fe”; además, reconoce “los trabajos fatigosos que ha emprendido su amor y la perseverancia que les da su esperanza en Jesucristo, nuestro Señor”, gracias a la “fuerza del Espíritu Santo” que produjo en ellos abundantes frutos. ¿Esto refleja nuestra vida?
Dejémonos, pues, cuestionar por esta Palabra de Dios que hoy se nos dirige.






domingo, 15 de octubre de 2017

28 Dom. Ord; 15 de octubre del 2017; J. A. Pagola

INVITACIÓN

Jesús conocía muy bien cómo disfrutaban los campesinos de Galilea en las bodas que se celebraban en las aldeas. Sin duda, él mismo tomó parte en más de una. ¿Qué experiencia podía haber más gozosa para aquellas gentes que ser invitados a una boda y poder sentarse con los vecinos a compartir juntos un banquete de bodas?
Este recuerdo vivido desde niño le ayudó en algún momento a comunicar su experiencia de Dios de una manera nueva y sorprendente. Según Jesús, Dios está preparando un banquete final para todos sus hijos pues a todos los quiere ver sentados, junto a él, disfrutando para siempre de una vida plenamente dichosa.
Podemos decir que Jesús entendió su vida entera como una gran invitación a una fiesta final en nombre de Dios. Por eso, Jesús no impone nada a la fuerza, no presiona a nadie. Anuncia la Buena Noticia de Dios, despierta la confianza en el Padre, enciende en los corazones la esperanza. A todos les ha de llegar su invitación.
¿Qué ha sido de esta invitación de Dios? ¿Quién la anuncia? ¿Quién la escucha? ¿Dónde se habla en la Iglesia de esta fiesta final? Satisfechos con nuestro bienestar, sordos a lo que no sea nuestros intereses inmediatos, nos parece que ya no necesitamos de Dios ¿Nos acostumbraremos poco a poco a vivir sin necesidad de alimentar una esperanza última?
Jesús era realista. Sabía que la invitación de Dios puede ser rechazada. En la parábola de “los invitados a la boda” se habla de diversas reacciones de los invitados. Unos rechazan la invitación de manera consciente y rotunda: “no quisieron ir. Otros responden con absoluta indiferencia: “no hicieron caso”. Les importan más sus tierras y negocios.
Pero, según la parábola, Dios no se desalienta. Por encima de todo, habrá una fiesta final. El deseo de Dios es que la sala del banquete se llene de invitados. Por eso, hay que ir a “los cruces de los caminos”, por donde caminan tantas gentes errantes, que viven sin esperanza y sin futuro. La Iglesia ha de seguir anunciando con fe y alegría la invitación de Dios proclamada en el Evangelio de Jesús.

El papa Francisco está preocupado por una predicación que se obsesiona “por la transmisión desarticulada de una multitud de doctrinas que se intenta imponer a fuerza de insistencia”. El mayor peligro está según él en que ya “no será propiamente el Evangelio lo que se anuncie, sino algunos acentos doctrinales o morales que proceden de determinadas opciones ideológicas. El mensaje correrá el riesgo de perder su frescura y dejará de tener olor a Evangelio”.

28° Dom Ordinario; Oct. 15 del 2017; Homilía FFF

Isaías 256-10; Salmo 22; Filipenses 412-14. 19-20; Mateo 221-14

En este domingo, tanto la primera lectura como el Evangelio nos presentan parábolas coincidentes. Ambos se refieren a la plenitud de la vida humana, a la felicidad máxima a la que puede aspirar todo ser humano, como un gran banquete. ¿Cuáles son los aspectos comunes y en qué se diferencias?
Primero, ambos se refieren a esa plenitud de la vida como un “banquete”. Y de alguna manera –aunque esto sólo sea una forma humana de describir con palabras lo vendrá- con ello se pretende figurar que la otra vida será algo maravilloso; una gran fiesta en la que nada faltará, rodeados de la gente que más queremos, en un banquete interminable. Cierto, esto sólo es una parábola; pero todos sabemos que de los gozos más profundos que podemos vivir en esta vida nos llevan a celebrar la vida, la amistad, la alegría, con una gran fiesta, con un gran banquete en el que convivimos plenamente con las personas que queremos.
Las dos lecturas, por consiguiente, nos hacen un llamado que anticipa lo que está por venir. Cierto, esta vida tiene realidades maravillosas; pero nada se puede comparar con la plenitud que nos espera. Esta vida, la que vivimos, si sabemos vivirla, tiene momentos increíbles; y, sin embargo, no es más que un remedo de la otra.
Segundo, Dios es el que nos la prepara y nos invita. Es el Señor mismo, el Rey, el que hace la fiesta; el que nos invita al banquete; el que nos lo ofrece gratuitamente. Él es el primero interesado en ofrecernos la plenitud de la felicidad; pero el riesgo es que en el paso por el mundo, justo porque tiene momentos maravillosos, rechacemos la invitación a entrar en el Reino y nos quedemos atorados con el mundo presente y sus ilusiones.
Y este riesgo es absolutamente real. El Evangelio señala con tristeza y rabia, que los invitados no quisieron entrar; aquellos para quienes estaba hecho el banquete, tenían otras cosas que hacer o intereses que les parecieron más importantes que acudir a la invitación del Rey. Dios no fuerza a nadie. La invitación ahí está y de cada uno depende si quiere responder a ella o no.
Tercero, lo impactante es que a la Boda terminaron por ir aquellos para quienes no estaba hecha la fiesta: buenos y malos. Obvio, que aquí Jesús se refiere a los judíos, en primer lugar, quienes lo rechazaron y no lo aceptaron ni lo reconocieron. Por eso, ahora la invitación va más allá de ellos, a todos los que quieran entrar al Banquete. Lo sorprendente es que también se refiere “a los malos”. La misericordia de Dios lo lleva a buscar a todos sus hijos; no por su condición ética o moral, sino porque todos necesitamos la salvación de Dios.
Cuarto, Isaías pone otra imagen que de alguna manera explica por qué rechazamos la entrada al Reino: porque hay “un velo que cubre el rostro de todos los pueblos, un paño que oscurece a todas las naciones”, y nos impide ver la verdadera realidad que nos espera.  Ese velo es justo la muerte, pero que Isaías afirma que será destruida para siempre por Dios mismo: “Él enjugará las lágrimas de todos los rostros”. La muerte, a quien tanto tememos, es sólo el velo que nos impide ver la otra parte de la vida a la que hemos sido llamados; es lo que hace que prefiramos quedarnos con lo que tenemos y no apostar por lo que viene; es lo que nos hace no aceptar la invitación al banquete del Reino. La esperanza que surge de la promesa de Dios es que Él mismo nos arrancará el paño que cubre nuestros ojos.
Quinto, la astucia de Isaías, como también la de Jesús, es que la promesa que se hace al Pueblo comienza ahora aunque la plenitud vendrá en la otra vida. Es decir, con Jesús podemos ya adelantar de alguna manera lo que nos espera. Esta vida no puede ser sólo un valle de lágrimas. El vivir la vida desde Jesús, luchando por el Reino, celebrando la alegría con los hermanos y hermanas, es el inicio de lo que está por venir. Pero ciertamente tendremos que quitarnos el velo (lo que nos impide ver la vida con perspectiva) y aceptar la invitación de participar del banquete del Reino ya desde ahora, pues el Señor Jesús ya está con nosotros. La salvación se ha adelantado, justo porque Dios está en nuestra tierra y participa en nuestras mesas. No tenemos que esperar a la muerte, para comenzar a vivir el Reino ya desde ahora.
Finalmente, San Pablo nos alienta a vivir con ilusión y esperanza la invitación del Reino que Jesús nos hace, pues “todo lo podemos en aquel que nos conforta”. Dios “remediará con esplendidez todas nuestras necesidades…, por medio de Cristo Jesús”.
Animémonos, pues, a vivir ya desde ahora el Banquete del Reino, ayudados por Dios, buscando crear una sociedad que pueda anticipar lo que viviremos después de la muerte.



domingo, 8 de octubre de 2017

La ultraderecha acusa al papa Francisco de hereje

La Jornada
4 de octubre del 2017
Bernardo Barranco V.
Los frentes de confrontación se aben aún más. El papa Francisco enfrenta una atmósfera cada vez más contaminada que frenan sus reformas. A los escándalos financieros, los reclamos por la pederastia y las reformas prometidas a la curia parecen empantanadas. Unos son torbellinos heredados, en otros a Bergoglio le ha faltado pasar a los hechos. Pasar de las palabras y buenas intenciones a las acciones contundentes. Ahora enfrenta al ala más tradicionalista de la Iglesia, que no sólo le reprocha ser modernista, sino le acusa de ser hereje. El Papa argentino encara un movimiento telúrico conservador dentro de la Iglesia que pretende desmoronar los vientos de cambios que anunció al inicio de su pontificado. El epicentro se ubica en las entrañas de la ultraderecha católica más añeja e ilustrada.
La afrenta contra Francisco tiene su origen en un documento contestatario. La Correctio filialis (corrección filial), es una carta de 25 páginas firmada originalmente por 40 sacerdotes católicos y laicos intelectuales conservadores de 11 países. Fue enviada a Francisco el 11 de agosto y por el hecho de que no ha recibido ninguna respuesta por parte del Papa, se hizo pública el 24 de septiembre. “Santo Padre, con profunda aflicción, pero impulsados por la fidelidad a Nuestro Señor Jesucristo, por el amor a la Iglesia y al papado y por la devoción filial hacia usted, nos vemos obligados a dirigir una corrección a Su Santidad, a causa de la propagación de herejías ocasionada por la Exhortación apostólica Amoris laetitia y por otras palabras, hechos y omisiones de Su Santidad”. Así comienza la carta firmada por ahora por 62 prelados y eruditos laicos que contiene la formulación de siete cargos de herejía al papa Francisco. Hay una clara ambigüedad en la carta; por un lado se asumen muy eclesiales y respetuosos con el pontífice y, por otro, son muy severos detractores.
El texto sostiene las serias implicaciones para el futuro de la Iglesia, incluso hace referencia provocar un posible cisma, acusa al Papa del riesgo de difundir algunas herejías contenidas en la exhortación, así como en actos y omisiones posteriores de Francisco. En particular, el Papa es acusado de siete herejías dictadas, a decir de los firmantes hay una deriva modernista que se propone a la Iglesia en materia de matrimonio, divorcio y eucaristía. Planteamientos bajo la influencia de la doctrina luterana y del relativismo actual.
Los nuevos fariseos tradicionalistas acusan a Francisco de graves y peligrosos errores doctrinales contenidos en la exhortación apostólica posinodal Amoris laetitia,sobre todo del estatus eclesial de los divorciados vueltos a casar. Otra de las acusaciones formuladas contra Francisco es la apertura a los luteranos. Critican que el Papa tuvo el valor de decir 500 años después que hubo corrupción en la Iglesia, había apego al dinero y al poder en franca analogía a las actitudes de numerosos clérigos y prominentes actores de la curia actual.
Francisco es acusado por los inquisidores contemporáneos de provocar un escándalo para la Iglesia y para el mundo, en materia de fe y moral, fruto de las ideas de reforma que Francisco enarbola. Entre los firmantes destacan miembros lefebvristas, el obispo Bernard Fellay, superior de la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X, históricamente su postura ha estado en contra del Concilio, contra los últimos papas desde Paulo VI (1897-1978). Otros están cerca del movimiento Tradición, Familia, Propiedad, que apoyaron en su tiempo a las cruentas dictaduras sudamericanas. Así como discípulos del católico tradicionalista estadunidense Michael Novak, teólogo de la cultura que opta por el capitalismo como el sistema ideal para el desarrollo del cristianismo. ¿Por qué no aparece el Yunque mexicano? Se le extraña entre los firmantes, ¿por qué no se atrevió Norberto Rivera a firmar la Correctio, ya que está más cerca de ella que del pensamiento del actual Papa?
Para Sandro Maggister, vaticanista crítico de Francisco, el texto es: “Un paso que no tiene igual en la historia moderna de la Iglesia. Porque es al lejano año de 1333 que se remonta el último precedente análogo, es decir, una corrección pública dirigida al Papa a causa de las herejías sostenidas por él, luego efectivamente rechazadas por el Papa de entonces, Juan XXII”.
La herejía en la tradición cristiana es la desviación y la concepción religiosa que se apartan, se separan o agreden el depósito común de la fe. Son las ideas religiosas contrarias a los dogmas de la doctrina religiosa que deben ser rechazadas por las au­toridades eclesiásticas. Ahora es la ultraderecha católica que se erige en autoridad. Cuestiona la infalibilidad del Papa y sus planteamientos, calificándolos de herejes, y le exige corregir sus posturas. Es un atrevimiento que pocas veces se ha visto en la historia moderna de la Iglesia. Esta derecha ultraconservadora es en su mayoría antimoderna y percibe las reformas del Papa como una amenaza. Para ella, Francisco es un Papa acechante que busca nuevas mediaciones con la cultura moderna. Los gestos y actitudes pastorales de Bergoglio se han constituido, para los ultraconservadores, en provocaciones a la tradición del catolicismo. Por tanto, este Papa latinoamericano requiere ser neutralizado y acotado. Para ello los tradicionalistas católicos están dispuestos aliarse con la curia damnificada por el Papa, con aquellos episcopados contrarios a Francisco y con los intelectuales conservadores europeos que reprochan el populismo tercermundista del pontífice. Con este documento le declara la guerra al pontífice argentino, ante el beneplácito de los actores curiales que están viendo perder sus privilegios y estatus.


27 Dom. Ord.; Oct 8 '17; CRISIS RELIGIOSA, J.A. Pagola.

La parábola de los “viñadores homicidas” es un relato en el que Jesús va descubriendo con acentos alegóricos la historia de Dios con su pueblo elegido. Es una historia triste. Dios lo había cuidado desde el comienzo con todo cariño. Era su “viña preferida”. Esperaba hacer de ellos un pueblo ejemplar por su justicia y su fidelidad. Serían una “gran luz” para todos los pueblos.
Sin embargo aquel pueblo fue rechazando y matando uno tras otro a los profetas que Dios les iba enviando para recoger los frutos de una vida más justa. Por último, en un gesto increíble de amor, les envío a su propio Hijo. Pero los dirigentes de aquel pueblo terminaron con él. ¿Qué puede hacer Dios con un pueblo que defrauda de manera tan ciega y obstinada sus expectativas?
Los dirigentes religiosos que están escuchando atentamente el relato responden espontáneamente en los mismos términos de la parábola: el señor de la viña no puede hacer otra cosa que dar muerte a aquellos labradores y poner su viña en manos de otros. Jesús saca rápidamente una conclusión que no esperan: “Por eso yo os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se le dará a un pueblo que produzca frutos”.
Comentaristas y predicadores han interpretado con frecuencia la parábola de Jesús como la reafirmación de la Iglesia cristiana como “el nuevo Israel” después del pueblo judío que, después de la destrucción de Jerusalén el año setenta, se ha dispersado por todo el mundo.
Sin embargo, la parábola está hablando también de nosotros. Una lectura honesta del texto nos obliga a hacernos graves preguntas: ¿Estamos produciendo en nuestros tiempos “los frutos” que Dios espera de su pueblo: justicia para los excluidos, solidaridad, compasión hacia el que sufre, perdón...?
Dios no tiene por qué bendecir un cristianismo estéril del que no recibe los frutos que espera. No tiene por qué identificarse con nuestra mediocridad, nuestras incoherencias, desviaciones y poca fidelidad. Si no respondemos a sus expectativas, Dios seguirá abriendo caminos nuevos a su proyecto de salvación con otras gentes que produzcan frutos de justicia.

Nosotros hablamos de “crisis religiosa”, “descristianización”, “abandono de la práctica religiosa”... ¿No estará Dios preparando el camino que haga posible el nacimiento de una Iglesia más fiel al proyecto del reino de Dios? ¿No es necesaria esta crisis para que nazca una Iglesia menos poderosa pero más evangélica, menos numerosa pero más entregada a hacer un mundo más humano? ¿No vendrán nuevas generaciones más fieles a Dios que nosotros?