domingo, 23 de octubre de 2016

XXX Dom. Ordinario; 23 de octubre de 2016; José Antonio Pagola

LA POSTURA JUSTA
Ten compasión de este pecador.
Según Lucas, Jesús dirige la parábola del fariseo y el publicano a algunos que presumen de ser justos ante Dios y desprecian a los demás. Los dos protagonistas que suben al templo a orar representan dos actitudes religiosas contrapuestas e irreconciliables. Pero, ¿cuál es la postura justa y acertada ante Dios? Ésta es la pregunta de fondo.
El fariseo es un observante escrupuloso de la ley y un practicante fiel de su religión. Se siente seguro en el templo. Ora de pie y con la cabeza erguida. Su oración es la más hermosa: una plegaria de alabanza y acción de gracias a Dios. Pero no le da gracias por su grandeza, su bondad o misericordia, sino por lo bueno y grande que es él mismo.
En seguida se observa algo falso en esta oración. Más que orar, este hombre se contempla a sí mismo. Se cuenta su propia historia llena de méritos. Necesita sentirse en regla ante Dios y exhibirse como superior a los demás.
Este hombre no sabe lo que es orar. No reconoce la grandeza misteriosa de Dios ni confiesa su propia pequeñez. Buscar a Dios para enumerar ante él nuestras buenas obras y despreciar a los demás es de imbéciles. Tras su aparente piedad se esconde una oración "atea". Este hombre no necesita a Dios. No le pide nada. Se basta a sí mismo.
La oración del publicano es muy diferente. Sabe que su presencia en el templo es mal vista por todos. Su oficio de recaudador es odiado y despreciado. No se excusa. Reconoce que es pecador. Sus golpes de pecho y las pocas palabras que susurra lo dicen todo: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador».
Este hombre sabe que no puede vanagloriarse. No tiene nada que ofrecer a Dios, pero sí mucho que recibir de él: su perdón y su misericordia. En su oración hay autenticidad. Este hombre es pecador, pero está en el camino de la verdad.
El fariseo no se ha encontrado con Dios. Este recaudador, por el contrario, encuentra en seguida la postura correcta ante él: la actitud del que no tiene nada y lo necesita todo. No se detiene siquiera a confesar con detalle sus culpas. Se reconoce pecador. De esa conciencia brota su oración: «Ten compasión de este pecador».
Los dos suben al templo a orar, pero cada uno lleva en su corazón su imagen de Dios y su modo de relacionarse con él. El fariseo sigue enredado en una religión legalista: para él lo importante es estar en regla con Dios y ser más observante que nadie. El recaudador, por el contrario, se abre al Dios del Amor que predica Jesús: ha aprendido a vivir del perdón, sin vanagloriarse de nada y sin condenar a nadie.


30 domingo ordinario; 23 de octubre del 2016; Homilía FFF

Eclesiástico 3515-17. 20-22; Salmo 33; 2ª Timoteo 46-8. 16-18; Lucas 189-14

Hoy se celebra el día mundial de las Misiones; aunque el mismo concepto de “misionar” se ha modificado, podríamos decir casi radicalmente. La misma liturgia ha cambiado, incluso en las lecturas, el énfasis que antes tenía.
En los tiempos pasados, con una teología pre-vaticana, la urgencia de ir a todo el mundo y hacerlo cristiano era debido a la creencia de que sólo a través de la Iglesia católica las gentes se podían salvar. Y si no se salvaban, entonces no había otra alternativa que la “condenación” al fuego eterno y por toda la eternidad. De ahí que, motivados por ese afán misionero de hacer el bien a toda la humanidad y evitar su sufrimiento, los cristianos se lanzaban a anunciar la fe en Nuestro Señor Jesucristo, aún a costa de la propia vida; y, claro, aún a costa de las convicciones y creencias de los que habrían de ser convertidos.
El fin justificaba los medios, como en el tiempo de las Cruzadas o de la Inquisición o de la Conquista de América. De buena o mala manera, pero la gente o creía o se condenaba. Por eso, hasta la tortura se justificaba con tal de extender la fe. No necesitamos de muchos ejemplos para darnos cuenta que eso así era. Recordemos la urgente necesidad de “salvar a los chinitos”. Destruir ídolos, templos, creencias, para sustituirlos por cruces, catedrales y evangelios, era la consigna.
Pero, ¿de dónde salía tal afán misionero? Por una parte, de páginas del Evangelio en las que el Señor Jesús, antes de su partida, invitó a “predicar el evangelio a todas las naciones”; y la otra de evitar la condenación de todos aquellos que no se convertían al Evangelio o que se murieran sin haber conocido la “verdadera fe”.
Estos textos de carácter “hiperbólico” que exageraban el contenido de las afirmaciones para resaltar la importancia de sus contenidos, fueron tomados al pie de la letra. Obvio que predicar el evangelio sí era “buena noticia” para la humanidad; y que vivir sin un amor justo al hermano hacía que los seres humanos vivieran en un “infierno”; pero de ahí pensar que otra fe que no fuera la católica implicaba la condenación, fue un error de una pasión por el Evangelio, pero desmedida.
Tuvo que llegar el Concilio Vaticano II para afirmar a toda la cristiandad que “fuera de la Iglesia sí había salvación”; y no como se afirmaba anteriormente. Textos como los del “Buen Samaritano” o del “Banquete del Juicio final” es el que se reconoce explícitamente que no se necesita la fe en Jesucristo ni en Dios para salvarse, porque justo realizaron las obras de Dios: dar de comer, visitar al encarcelado y al enfermo, hospedar, vestir, etc., etc., volvieron a resaltar que lo verdaderamente radical del mensaje de Jesús era el amor real, justo, solidario, comprometido con los hermanos, especialmente con los pobres, excluidos o marginados. Por eso San Juan, en sus cartas critica la fe de aquellos que afirman amar a Dios a quien no ven, sin amar efectivamente a los hermanos a quienes sí ven.
El que ama radical y comprometidamente al otro, especialmente al que necesita un “vaso de agua”, ese ya está en la órbita de Dios y de Cristo. Fácilmente se abrirá a la fe, porque ya ha realizado las obras de justicia, de amor, que Jesucristo testimonió a lo largo de su breve vida y dejó explicitadas en sus parábolas y enseñanzas.
Entonces, ¿ya no hay que predicar la fe? ¿Ya no tendría sentido el “misionar”? ¿No tenemos que “anunciar el evangelio a todas las creaturas? Obvio que sí; pero sólo “anunciar”; no “imponer a costa de la vida y la libertad del otro”.
Quien está convencido de que el Evangelio importa un mensaje de salvación para el ser humano en esta historia, que lleva consigo “una buena noticia” a la humanidad, no podrá dejar de vivirlo –en primero lugar- y de anunciarlo por todos los rincones de la tierra –en segundo lugar-, porque es algo maravilloso que podrá redimir a la tierra.
Los pueblos y las sociedades de hoy en día viven una severa crisis de valores, de orden, de justicia, de paz. El “Tejido social” está destruido; no hay “instituciones” confiables. El orden de la política y de la economía está totalmente devastados por la mentira, la corrupción y la impunidad. Por eso, hoy más que nunca “urge” un mensaje como el del Evangelio; pero que ha de ser predicado –por los cristianos en primer lugar- con el propio ejemplo; y, posteriormente, mediante una predicación que “invita” al otro a vivirlo, respetando sus distintos modos de pensar y creer, a fin de que si es algo valioso para ellos, ahí puedan descubrir la semilla del Evangelio y eso los pueda llevar a la fe en un Dios que es padre-madre de todos y sólo busca el bien de sus hijos e hijas.
Dios hace llover sobre buenos y malos. Ahí está nuestro paradigma: anunciar un mensaje de la reconciliación, de la tolerancia, del perdón, de la bondad por encimad de la maldad, será mucho más cristiano que la imposición de nuestras propias creencias a los demás.


domingo, 2 de octubre de 2016

27 domingo Ordinario; 2 Octubre '16; ¿SOMOS CREYENTES?; José Antonio Pagola

Jesús les había repetido en diversas ocasiones: “¡Qué pequeña es vuestra fe!”. Los discípulos no protestan. Saben que tiene razón. Llevan bastante tiempo junto a él. Lo ven entregado totalmente al Proyecto de Dios; solo piensa en hacer el bien; solo vive para hacer la vida de todos más digna y más humana. ¿Lo podrán seguir hasta el final?
Según Lucas, en un momento determinado, los discípulos le dicen a Jesús: “Auméntanos la fe”. Sienten que su fe es pequeña y débil. Necesitan confiar más en Dios y creer más en Jesús. No le entienden muy bien, pero no le discuten. Hacen justamente lo más importante: pedirle ayuda para que haga crecer su fe.
La crisis religiosa de nuestros días no respeta ni si quiera a los practicantes. Nosotros hablamos de creyentes y no creyentes, como si fueran dos grupos bien definidos: unos tienen fe, otros no. En realidad, no es así. Casi siempre, en el corazón humano hay, a la vez, un creyente y un no creyente. Por eso, también los que nos llamamos “cristianos” nos hemos de preguntar: ¿Somos realmente creyentes? ¿Quién es Dios para nosotros? ¿Lo amamos? ¿Es él quien dirige nuestra vida?
La fe puede debilitarse en nosotros sin que nunca nos haya asaltado una duda. Si no la cuidamos, puede irse diluyendo poco a poco en nuestro interior para quedar reducida sencillamente a una costumbre que no nos atrevemos a abandonar por si acaso. Distraídos por mil cosas, ya no acertamos a comunicarnos con Dios. Vivimos prácticamente sin él.
¿Qué podemos hacer? En realidad, no se necesitan grandes cosas. Es inútil que nos hagamos propósitos extraordinarios pues seguramente no los vamos a cumplir. Lo primero es rezar como aquel desconocido que un día se acercó a Jesús y le dijo: “Creo, Señor, pero ven en ayuda de mi incredulidad”. Es bueno repetirlas con corazón sencillo.
Dios nos entiende. El despertará nuestra fe.
No hemos de hablar con Dios como si estuviera fuera de nosotros. Está dentro. Lo mejor es cerrar los ojos y quedarnos en silencio para sentir y acoger su Presencia. Tampoco nos hemos de entretener en pensar en él, como si estuviera solo en nuestra cabeza. Está en lo íntimo de nuestro ser. Lo hemos de buscar en nuestro corazón.
Lo importante es insistir hasta tener una primera experiencia, aunque sea pobre, aunque solo dure unos instantes. Si un día percibimos que no estamos solos en la vida, si captamos que somos amados por Dios sin merecerlo, todo cambiará. No importa que hayamos vivido olvidados de él. Creer en Dios, es, antes que nada, confiar en el amor que nos tiene.

27o domingo ordinario; 2 de octubre del 2016; Homilía FFF

Habacuc 12-3; Salmo 94; 1ª Timoteo 16-8. 13-14; Lucas 175-10

Los aportes de las lecturas de este domingo se traban en una armonía progresiva que nos invita a avanzar en nuestro camino de fe y entrega a la causa del Reino y al seguimiento del Señor Jesús.
El profeta Habacuc en la lectura del Antiguo Testamento parte de la situación que está viviendo el Pueblo de Israel: hay violencia, injusticia, opresión, asaltos, rebeliones, desórdenes. Eso definitivamente no es el plan de Dios para su pueblo. La situación es dramática; pero lo más dramático es que –a la vista del Profeta- Dios no escucha. Le ha pedido auxilio, ha denunciado a gritos la violencia y, sin embargo, parece que Él sólo se queda “mirando”. El grito desesperado del Profeta no parece encontrar eco en los oídos de Dios.
Sin embargo, aunque de manera misteriosa, no inmediata, Dios habla y le dice a Habacuc que escriba la visión que le ha comunicado: se trata de “algo lejano”; puede tardarse, pero no hay que desesperar, pues “viene corriendo y no fallará”; hay que esperar; llegará sin falta.
¿Qué es lo que llegará? ¿Cuál es la respuesta de Yahvé? No fue más que una información que quizá defraudó las expectativas del Profeta. No iba a ser una intervención poderosa, mágica, milagrosa, para transformar los caminos de la historia; no se trataría de desaparecer el mal del mundo mediante un “plumazo”; de borrar de la sociedad a los malos. No simplemente, Dios señala –de alguna manera- que la responsabilidad es de los mismos seres humanos: “El malvado sucumbirá sin remedio; el justo, en cambio, vivirá por su fe”.
Pensando en nosotros, el tema es que Dios no intervendrá mágicamente para modificar el mal de nuestro mundo. La responsabilidad es nuestra: si estamos del lado de los malvados y ellos van siendo mayoría, entonces sucumbiremos sin remedio. Pero si nos ponemos del lado de los “justos”, de la justicia, de la verdad, del evangelio, entonces viviremos; y, exactamente viviremos por esa fe que conduce nuestros destinos. La fuerza de Dios es la nuestra. Es algo lejano, pero llegará. Su gracia, el Mesías, el Espíritu, están con nosotros, y lo esperado llegará, pero no “con magia”, sino con la respuesta “justa” de cada uno de nosotros.
Por eso el Salmo es tan contundente: “que no seamos sordos a tu voz”. Hay que escuchar lo que Dios nos pide, lo que quiere de nosotros; y no lo que nosotros nos imaginamos que Él nos pide, como el Profeta Habacuc; él creía que la intervención de Dios sería milagrosa; pero esos no eran los planes de Yahvé. Él le echaba toda la responsabilidad a Dios; pero Dios se la devuelve. Hay que saber escuchar, discernir, buscar lo que Dios quiere, y no confundirlo con lo que nosotros queremos y buscamos. Ese es el gran tema de la manipulación del deseo de Dios.
Cierto que los problemas que vivimos nos desbordan; pero quizá no son mayores que los que tenía la Primitiva comunidad de seguidores de Jesús. En su carta a Timoteo, San Pablo, viendo las dificultades y probablemente una cierta reacción cobarde de su discípulo, lo exhorta con toda vehemencia –una vez más- a que asuma su propia responsabilidad; que no tenga un “espíritu de temor”.
Por la carta, parece que su discípulo se había ido enfriando en su experiencia religiosa. Por eso Pablo le pide que “reaviva el don de Dios” que había recibido. Como que si Dios se le hubiera diluido en la lucha de cada día y, entonces, su fe había ido desapareciendo. Y cuando eso sucede, nos confiamos sólo a nuestras propias fuerzas; pero nadie puede luchar así contra el mal del mundo. Es la fuerza de Dios que se nos comunica por el “espíritu de fortaleza”, la que nos permite luchar –como el mismo Pablo dirá- con “una esperanza contra toda esperanza”. Parece que ya Timoteo se estaba avergonzando de Pablo encadenado.
El cuestionamiento último que le hace es que analice si su predicación está “conformada” o no por el Evangelio que le transmitió y que tiene su fundamento en Cristo Jesús. No es difícil –pensando en nosotros- confiarnos más en lo que nos dicen los predicadores, amigos, políticos, o incluso las invitaciones que nos hace la sociedad de consumo, que en el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo.
Finalmente, San Lucas nos transmite esa escena de los discípulos que –una vez más- ante la dificultad de la misión, le piden que les aumente la fe. Pero el tema no es ese. No es Dios el que les va a solucionar los problemas; son ellos quienes tienen que preguntarse justamente por el tipo de fe que tienen. No hay milagros fáciles, sino respuestas claras que los creyentes hemos de dar.
Además, ellos piden “más fe”; piensan que es cuestión de “cantidad”. Ya tienen, pero quieren más. No obstante, ese no es el tema. Es cuestión de calidad. Se puede tener fe, tan pequeña como la semilla de mostaza; pero si es verdadera fe, con ella podremos mover montañas.
La conclusión es también contundente. Que al responder a lo que Dios nos invita y trabajar incansablemente por el Reino, no pensemos que somos unos héroes y que todo mundo nos tiene que aplaudir. Simplemente “hemos hecho lo que teníamos que hacer”.