domingo, 3 de abril de 2016

La pobreza y sus efectos sobre las decisiones de las personas; Luis A. Monroy; "Nexos"

Artículo en la Revista Nexos de Luis Ángel Monroy Gómez Franco

Usualmente cuando se habla de pobreza se le piensa en términos materiales, ya sea en términos de si se tienen o no los suficientes recursos para comprar los bienes y servicios que satisfacen las necesidades básicas, o en términos de si se tiene acceso a ciertos derechos sociales, como la vivienda, la salud, la educación, la seguridad social y la alimentación.1 Esto ha hecho que la mayoría de los economistas nos enfoquemos en analizar los efectos materiales de la misma. Es decir, la prioridad ha sido analizar cómo es que la condición de ser pobre –o no– afecta el desarrollo fisiológico de las personas, cómo impacta en el desarrollo de vida de las personas (ya sea educativa o profesionalmente), cómo reduce la cantidad de bienes a los que se puede tener acceso y cómo impacta eso a las personas. Hasta hace muy poco no existían investigaciones sistemáticas sobre cómo la pobreza afecta a algo mucho más crucial que todo lo anterior: la forma en que las personas toman decisiones.
Ser pobre o no implica contextos radicalmente diferentes bajo los cuales se toman decisiones. Específicamente, las personas en situación de pobreza toman todas sus decisiones en un contexto de escasez, mientras que las no pobres no lo hacen necesariamente. La escasez, o percepción de escasez, se refiere a tener o no los recursos (monetarios o de otra índole) necesarios para satisfacer nuestros deseos. Bajo esa definición es posible decir que todo mundo sufre de escasez en al menos una dimensión: no se tiene dinero suficiente para comprar el coche que se desea o no se tiene el tiempo suficiente para hacer todas las actividades que queremos realizar en vacaciones, por poner dos ejemplos. Sin embargo, no es lo mismo pensar o decir “no tengo dinero suficiente para comprar un coche” que “no tengo dinero suficiente para comprar la comida”, o “no tengo suficientes vacaciones para ver todo lo que quiero ver” que “no tengo suficiente tiempo para cuidar a mi hijo enfermo”. La diferencia es que en el caso de la primera opción de cada una de las comparaciones se hace referencia a una situación sobre la cual las personas pueden optar por ajustar sus deseos, mientras que en el segundo caso se trata de situaciones o necesidades sobe las cuales no se puede hacer un ajuste. Y es a estas últimas a las que más se enfrentan los pobres.
Sendhil Mullainathan y Eldar Shafir, en su libro Escasez: ¿Por qué tener tan poco significa tanto?, publicado en español por el Fondo de Cultura Económica, resumen buena parte de la investigación más reciente sobre los efectos que tiene la escasez en la toma de decisiones. Esta investigación apunta a que la escasez distorsiona en dos sentidos la percepción de la realidad. Por un lado, provoca “visión de túnel”: la visión de túnel es cuando la persona en cuestión sólo se concentra en resolver aquella situación más urgente para cuya resolución carece de recursos suficientes; es decir, enfrenta escasez. Esto tiene un lado bueno, pues genera un bono de “productividad” en la resolución del problema en cuestión. Es decir, ante un contexto de escasez, somos más cautelosos y racionales en nuestras decisiones, buscando desperdiciar lo menos posible los recursos. El lado malo es que quedan fuera de la atención de la persona elementos menos urgentes, pero no menos importantes. La visión de túnel a su vez distrae recursos cognitivos: la persona no deja de pensar en aquello que tiene que resolver en un contexto de escasez, lo que deja menos recursos cognitivos disponibles para otras actividades. La visión de túnel, por tanto, cobra un impuesto cognitivo. Estas distorsiones no son voluntarias, son reacciones al ambiente de escasez.
La literatura ha identificado que dichas distorsiones aparecen en múltiples ámbitos de escasez.  Piénsese, por ejemplo, en la persona que tiene que pagar la renta en una semana y no tiene suficiente dinero. Olvidará que en dos días tiene una cita con el médico o la cancelará (visión de túnel), o incluso hará a un lado otras cuentas pendientes. Explorará todas las opciones posibles y optará por pedir un préstamo a una muy alta tasa de interés (“luego veré cómo lo pago”, pensará). Antes de ir a solicitar ese préstamo, prestará menos atención en el trabajo, o se enojará con mayor facilidad con su familia, pues no deja de pensar en la renta (impuesto cognitivo). La situación posiblemente resulte familiar, todos hemos enfrentado escasez de tiempo o de dinero. La cuestión es que los pobres las enfrentan permanentemente. Vale la pena parafrasear a Mullainathan y Shafir: la investigación reciente sugiere que no es que los pobres sean diferentes a los no pobres, es que la pobreza hace actuar diferente a las personas.
Si la escasez afecta de manera tan acuciada los procesos cognitivos, es necesario considerar otras dimensiones de la pobreza; la temporal, particularmente. La investigación que hay sobre el tema para México2 apunta a que los hogares que son pobres en términos materiales, también son usualmente pobres de tiempo. Es decir, de las 24 horas del día, la mayor parte de su tiempo se distribuye entre el trabajo no doméstico y el trabajo doméstico, dejando sólo una mínima parte para actividades de descanso o recreativas individuales o con la familia. Esto implicaría que las personas en situación de pobreza no sólo se enfrentan a las restricciones materiales, sino que también sufren de una fuerte escasez temporal, agravando los efectos arriba señalados.
Los sesgos cognitivos que se han identificado como inducidos por la escasez son particularmente graves para los pobres, porque son sesgos que hacen más difícil la superación de la pobreza. La visión de túnel implica que se prefiere aquello que resuelve necesidades urgentes, pero que no necesariamente las resuelve de manera permanente. Esto implica, por ejemplo, que se adquieran préstamos para salir al paso, sin considerar que con cada nuevo préstamo se incrementa la cantidad de deuda total a pagar en el futuro y, por tanto, se incremente la escasez futura de dinero. En lugar de resolver el problema, la escasez hace tomar decisiones que, como mencionan Mullainatan y Shafir, hacen que en un futuro se incremente la escasez. Para las personas en pobreza esto implica que los sesgos cognitivos provocados por la escasez empujan a decisiones que generan mayor pobreza en el futuro.3
Y muchas veces las consecuencias no se quedan en una generación. Si la escasez absorbe buena parte de los flujos cognitivos de los padres pobres, éstos tendrán una menor disposición a interactuar con sus hijos, o simplemente no tendrán el tiempo libre para hacerlo. Las investigaciones sobe desarrollo infantil temprano apuntan a que los estímulos tempranos que reciben los niños afectan de forma persistente su desarrollo posterior. Si los padres pobres estimulan menos a sus hijos como consecuencia de su propio agotamiento cognitivo causado por la pobreza, sus hijos a su vez tienen una mayor probabilidad de desarrollar menos sus habilidades cognitivas, lo que al interactuar con la pobreza vuelve más difícil que salgan de ella.
Vale la pena recalcar que las distorsiones cognitivas asociadas a la escasez ocurren lo quiera o no la persona y no tienen que ver con la capacidad cognitiva, afectan cómo se usa dicha capacidad. Son reacciones de la mente humana al contexto en que tiene que decidir. Basta pensar, por ejemplo, en cómo se comporta cuando se tiene una entrega de trabajo urgente ¿No se es acaso más distraído en lo que se hace? ¿No se cometen más errores en cosas no relacionadas a lo urgente? ¿Esos errores y esa distracción son intencionales? Ahora vale imaginar que siempre se está en ese estado, y que todas las decisiones son cruciales. Eso es la pobreza, un contexto de escasez permanente en el cual hay que tomar decisiones vitales. Y ese contexto, al empujar a los pobres a ciertas conductas, les estaría haciendo actuar de forma tal que sigan siendo pobres aun en contra de sus deseos. Los pobres no siguen siendo pobres porque quieren, es la pobreza la que no les permite dejar de serlo.


Marzo 2016.

2° Domingo de Pascua; 3 de abril del 2016; DE LA DUDA A LA FE; J.A. Pagola.

El hombre moderno ha aprendido a dudar. Es propio del espíritu de nuestros tiempos cuestionarlo todo para progresar en conocimiento científico. En este clima la fe queda con frecuencia desacreditada. El ser humano va caminando por la vida lleno de incertidumbres y dudas.
Por eso, todos sintonizamos sin dificultad con la reacción de Tomás, cuando los otros discípulos le comunican que, estando él ausente, han tenido una experiencia sorprendente: "Hemos visto al Señor". Tomás podría ser un hombre de nuestros días. Su respuesta es clara: "Si no lo veo...no lo creo".
Su actitud es comprensible. Tomás no dice que sus compañeros están mintiendo o que están engañados. Solo afirma que su testimonio no le basta para adherirse a su fe. Él necesita vivir su propia experiencia. Y Jesús no se lo reprochará en ningún momento.
Tomás ha podido expresar sus dudas dentro de grupo de discípulos. Al parecer, no se han escandalizado. No lo han echado fuera del grupo. Tampoco ellos han creído a las mujeres cuando les han anunciado que han visto a Jesús resucitado. El episodio de Tomás deja entrever el largo camino que tuvieron que recorrer en el pequeño grupo de discípulos hasta llegar a la fe en Cristo resucitado.
Las comunidades cristianas deberían ser en nuestros días un espacio de diálogo donde pudiéramos compartir honestamente las dudas, los interrogantes y búsquedas de los creyentes de hoy. No todos vivimos en nuestro interior la misma experiencia. Para crecer en la fe necesitamos el estímulo y el diálogo con otros que comparten nuestra misma inquietud.
Pero nada puede remplazar a la experiencia de un contacto personal con Cristo en lo hondo de la propia conciencia. Según el relato evangélico, a los ocho días se presenta de nuevo Jesús. No critica a Tomás sus dudas. Su resistencia a creer revela su honestidad. Jesús le muestra sus heridas.
No son "pruebas" de la resurrección, sino "signos" de su amor y entrega hasta la muerte. Por eso, le invita a profundizar en sus dudas con confianza: "No seas incrédulo, sino creyente". Tomas renuncia a verificar nada. Ya no siente necesidad de pruebas. Solo sabe que Jesús lo ama y le invita a confiar: "Señor mío y Dios mío".
Un día los cristianos descubriremos que muchas de nuestras dudas, vividas de manera sana, sin perder el contacto con Jesús y la comunidad, nos pueden rescatar de una fe superficial que se contenta con repetir fórmulas, para estimularnos a crecer en amor y en confianza en Jesús, ese Misterio de Dios encarnado que constituye el núcleo de nuestra fe.

José Antonio Pagola

2° Domingo de Pascua; 3 de abril de 2016; Homilía Fdo Fdz Font

Hechos de los Apóstoles 512-16; Salmo 117; Apocalipsis 19-11. 12-13. 17-19; Juan 2019-31
Los tiempos litúrgicos han cambiado radicalmente: hemos pasado de la Pasión a la Resurrección; de un tiempo de sufrimiento, fracaso y muerte, a uno de triunfo, gloria y plenitud. Ese es el sentido más profundo de la Resurrección: todo lo que pareció absurdo y sin sentido, la más profunda derrota y fracaso, ahora se manifiesta como el único camino para acceder al plan definitivo del Padre, para bien de la humanidad. Lo que parecía perdido, ahora ha mostrado su verdadero rostro.
¿Qué reflexiones podemos hacer en torno a este hecho definitivo del Cristianismo?
Lo primero es rescatar el hecho. Como dice San Pablo, “si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe”. Sin la resurrección, Jesús hubiera sido sino un líder más como cualquier otro con una causa determinada, pero sin un sentido trascendente y definitivo. Para los otros líderes, la causa no está vinculada a la persona. Es más, todo mundo sabe que el líder va a morir y que los demás tienen que abrazar y seguir su causa. Con Jesús no fue así: “su causa” estaba íntimamente ligada a “su persona”. Por eso el desánimo generalizado de los discípulos y sus seguidores, cuando el Señor muere en la cruz. No luchan por Él, no salen a las calles y organizan una revuelta, no protestan y nombran a un nuevo líder. No; todo se acaba ahí. Los discípulos se llenan de miedo, se encierran, se desconciertan, no tiene un plan de seguimiento de la propuesta del Reino; comienzan a dispersarse, como los de Emaús; vuelven a su trabajo anterior, como los que se van a pescar de nuevo. El desconcierto es total y el miedo los lleva a la parálisis. El Proyecto del Reino ha muerto con la muerte de Jesús.
Segundo, el hecho de la Resurrección es un hecho de fe: algo en lo que uno cree y que se convierte en fundamento de la causa del Reino; pero del que no tenemos pruebas científicas, irrebatibles; del que no tenemos evidencias 100% convincentes. Los Evangelios sólo son un testimonio personal, de la vivencia espiritual que los discípulos dijeron haber tenido y que dejaron plasmada en los evangelios. Aquí es donde cada uno de nosotros somos forzados a un acto de fe, como creencia y como entrega: creo que Jesús está vivo y por eso me entrego a continuar con la realización de su Reino.
Pero, ¿esto significa que es una locura esta fe, o una arbitrariedad o una mentira? ¿No hay fundamento razonable? Por supuesto que sí, basado en dos hechos fundantes: primero, que la muerte de Jesús mató también la fe de sus seguidores. Ellos se desplomaron: se acobardaron, se llenaron de miedo, se dispersaron. Por eso, el hecho de que hayan vuelto con tal fuerza no es explicable humanamente, sino es porque de algún modo ellos experimentaron que “el Mesías estaba vivo”; y esa certeza absoluta, los “resucitó” también a ellos. La muerte de su Señor implicó su propia muerte; como también su Resurrección, los hizo resucitar. El puñado de cobardes que lo abandonaron en el momento más decisivo de su lucha, cuando iba a la muerte, ahora predican en el centro del Poder religioso, lo desafían, realizan “signos” (milagros) extraordinarios, se arriesgan al castigo y no huyen ante la muerte, como el primer mártir cristiano, Esteban.
Y el segundo hecho, es que esa fuerza desencadenó una historia que llega hasta nuestros días: hay una enorme cadena de testigos que han dado la vida por el seguimiento a su Maestro, porque han creído en el hecho de la Resurrección y han experimentado que “está vivo”, que “la muerte no pudo atrapar al autor de la vida”.
Tercero no hay Resurrección sin cruz: lucha y entrega de la vida hasta la muerte. El haber llegado a la Resurrección no significa que ya terminó la lucha. Miles y miles de hombres y mujeres siguen siendo crucificados; el sufrimiento y la muerte del inocente no ha terminado; la injusticia, el sufrimiento, los ataques permanentes a los hijos de Dios, nos reclaman una lucha, también para nosotros, hasta la muerte, sin pausa, sin componendas, sin justificaciones; una lucha por implantar el Reino de justicia y misericordia por el que el Mesías dio la vida.
Eso lo testimonian los escritos de la primitiva Comunidad Cristiana: “a ese que Uds. crucificaron es el mismo a quien el Padre ha resucitado”, lo ha devuelto a la vida. El vivir sólo anclados exclusivamente en la Resurrección, olvidándonos de los “Cristos” que aún hoy están siendo crucificados, es vivir alienados, huyendo de la lucha real por el Reino, apartándonos del verdadero camino de Jesús. Por eso la insistencia: el Crucificado es el mismo que el Resucitado. Es decir, el camino de Jesús se convierte así en algo paradigmático: sus seguidores tienen que llegar a la Resurrección tomando parte en la lucha hasta la muerte extender el Reino por el que Jesús entregó la vida.
Finalmente, caer en la cuenta que el creer en la Resurrección y seguir con la causa de Jesús teniéndolo a Él como “piedra angular” es un proceso lento y permanente, sostenido e impulsado por el Espíritu Santo, por el Espíritu de Jesús. A los discípulos les costó creer y tuvieron que vivir todo un proceso para llegar a entender plenamente lo que había pasado. Es el camino que tuvieron que recorrer los discípulos de Emaús, cuya fe despierta plenamente “al partir del pan”.
Ahí está el camino. ¿Queremos ser verdaderos seguidores de Jesús? Ya sabemos por dónde tendremos que ir.