domingo, 12 de abril de 2015

Reseña de la carta del Papa a la 7a Cumbre de las Américas

10 de abril del 2015.

El papa Francisco se dirige este viernes a un encuentro con el presidente de Georgia, Giorgi Margvelashvili, en el Vaticano. Foto Reuters
México, DF. El papa Franciso envió una carta a los mandatarios del Continente Americano para recordarles que hay bienes básicos como la tierra, el trabajo, la casa y servicios púbicos como la salud, la educación, la seguridad y el medio ambiente, “de los que ningún ser humano debería quedar excluido”, pero que se trata “desgraciadamente” de un deseo que está lejos de la realidad.

A través de Pietro Parolin, secretario del estado Vaticano, el jefe de la iglesia católica dijo a los 35 jefes de Estado y presidentes reunidos en Panamá y en el marco de la ceremonia inaugural de la Séptima Cumbre de las Américas, que el gran reto del mundo es la globalización de la solidaridad y la fraternidad en lugar de la globalización de la discriminación y de la indiferencia.

En el mismo acto, el secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, felicitó una vez más la determinación de los gobiernos de Cuba y Estados Unidos por reanudar relaciones diplomáticas suspendidas hace más de 50 años.
Pero fue el jefe del estado Vaticano, de origen argentino, quien a través de su enviado les recordó a los mandatarios que si bien muchos países han experimentado un fuerte desarrollo económico no es menos cierto que otros siguen postrados en la pobreza.

“La teoría del goteo o derrame se ha develado falaz: no es suficiente esperar que los pobres recojan las migajas que caen de la mesa de los ricos”. Se requieren acciones directas en pro de los más desfavorecidos, cuya atención, como la de los más pequeños en el seno de una familia, debería ser prioritaria para los gobernantes.


2° domingo de Pascua; 12 de abril del 2015

Hechos 432-35; Salmo 117; 1ª Juan 51-6; Juan 2019-31
La Pascua o el “paso” de Jesús de la muerte a la vida nos representa el hecho más extraordinario de toda la historia de la humanidad: de ninguna otra persona se ha dicho semejante cosa. Y de esto es lo que los discípulos nos transmiten.
La Resurrección está basada en el testimonio de ese puñado de seguidores cobardes que fueron transformados por la presencia de Jesús resucitado. Las narraciones no son históricas en sentido estricto, sino simbólicas: ellas tratan de expresar a toda la humanidad que Jesús, el mismo que murió en la cruz de la manera más ignominiosa, ahora vive, fue resucitado por el Padre. Él ha vuelto a la vida, aunque con una vida que siendo totalmente humana (come, bebe, prepara el fuego para asar pescados…); sin embargo posee ya la plenitud a la que todos hemos sido llamados en Él (aparece y desaparece; posee las heridas del costado y de las manos; entra a los lugares sin necesidad de someterse a las leyes físicas de la materia…).
Y en el fondo, todo es cuestión de fe. No hay otro testimonio que el que los discípulos dan y es registrado por la primitiva comunidad de seguidores de Jesús. Por eso, se podría decir que la invitación fundamental que la liturgia nos hace este domingo es a vivir nuestra propia “pascua” dando el paso del escepticismo e incredulidad, a la fe en el Hijo de Dios que “me amó y se entregó por mí”, y que “la muerte no pudo retener”. Y aquí no hay medias tintas: o se cree o no se cree.
La muerte del Mesías mata también su fe en el Maestro y en su proyecto del Reino, en la lucha por “otro mundo posible”. Ellos vuelven al encerramiento (en el Cenáculo por miedo a los judíos), a sus proyectos particulares (a las barcas y la pesca); se regresan a su pueblo (los de Emaús), abandonando todos los sueños que el Mesías había despertado en ellos. “Creíamos”, “esperábamos”, como nos dicen los de Emaús; pero todo se acabó. La muerte de Jesús en la cruz fue el mayor escándalo de toda la humanidad. Para los 11 era imposible pensar que eso pudiera llegar a pasar. Jesús había hecho curado, expulsado demonios, controlado el mar, resucitado muertos; además, tenía todo la fuerza del Padre y de su Espíritu. Nada lo hacía por su cuenta. Imposible que ese conflicto que ciertamente había desatado contra las autoridades religiosas y políticas de Israel, lo pudiera llevar a la muerte y, particularmente, a una muerte tan terrible y escandalosa. ¿Cómo –sin duda se preguntarían- un Dios que el mismo Jesús experimentó y transmitió como “Padre” podía abandonarlo hasta el extremo de dejar que fuera destrozado en la cruz?
Creer que ese cuerpo destrozado pudiera volver a la vida, era imposible, como imposible era también creer en ese Dios del que Jesús les había hablado: un Dios que abandona a su Hijo y permite que lo torturen en esa forma, o no es Dios o no es Padre. Nadie con poder y amor filial puede dejar que asesinen a su hijo.
Y de pronto viene el milagro. Todos esos seguidores viven una experiencia que los transforma, que los vuelve a la vida, que les regresa la fe y la confianza absoluta de que todo lo dicho por Jesús era cierto y que ese era el camino para destrozar el poder de la muerte y liberarnos del miedo con el que el miedo a morir nos impedía la entrega definitiva al proyecto del Reino, a pesar de todos los pesares.
Y eso es maravilloso: la experiencia de Jesús resucitado los va emocionando, poco a poco les va volviendo la fe; se comunican entre ellos; la alegría reaparece; el proceso es lento. Es algo increíble. El paso no se da como si nada hubiera pasado. Es mucho más creíble que el paso de la muerte a la vida, del escepticismo a la fe, del encerramiento al compromiso valiente, se va dando paulatinamente. La muerte de Jesús no fue un juego; fue algo demasiado grave, serio, terrible. No podían ellos, simplemente, como si hubieran despertado de un sueño, decir: “Todo aquello no existió; fue una pesadilla”.
Lo terrible es que sí pasó. Así la muerte de Jesús fue tan increíble como su misma resurrección. ¿Qué sería más difícil de creer: que un Dios pueda morir o que su Hijo pueda ser resucitado por el Padre? Por eso, creer, vivir como resucitados, acceder a esta experiencia es un proceso, es algo paulatino, lento…, que va rompiendo todas las estructuras temerosas y cobardes, todos nuestros egoísmos que nos hacen vivir encerrados en el confort de nuestra propia limitación.
Pero si se cree, entonces la vida del creyente se transforma. También a los discípulos les alcanza la resurrección del Maestro y les permite resucitar con Él a una vida radicalmente distinta: pasan del miedo, el temor, el encerramiento…, a la paz, el amor, el compromiso; a la osadía que también los llevará hasta la muerte y a la que se entregarán sin miedo, como Esteban el primer mártir cristiano. Sin duda, más que sus palabras con las que nos trasmiten el hecho de Jesús resucitado, está la transformación que manifiesta su propia vida. Y esto es lo maravilloso. Hasta las estructuras socio-económicas de su vida, se transforman: “todo lo tenían en común…; nadie pasaba hambre”.
La Resurrección de Jesús vuelve a decirnos que vale la pena ser sus seguidores, luchar por el Reino, entregar la vida a la manera del Maestro: que sólo eso es lo único que realmente vale la pena en el mundo, pues es lo que nos permitirá acceder a dimensiones insospechadas en nuestra humanidad. El que vive como resucitado estará participando de la misma vida divina; estará uniendo la otra vida con ésta, el cielo con la tierra, el amor limitado con la plenitud del amor divino.

Abramos nuestro corazón a la fuerza del Espíritu para que sea Él quien nos resucite, al igual que lo hizo con Jesús y sus discípulos…