domingo, 15 de marzo de 2015

El Papa: navegante, vigía y timonel; Juan Masiá, sj., 12 de marzo de 2015

"Es más pastoral que curial, más evangélico que canonista, más gobernante que político"

La reforma de Francisco es reforma por el Camino, reforma desde el Espíritu y reforma hacia las periferias. Fieles en el Angelus de San Pedro.
Como Juan XIII, también Francisco es Pastor et Nauta (en vez de otro lema que le hubiese dedicado Nostradamus, hablando en futuro anterior). Francisco es navegante, vigía y timonel. Navega con la vista puesta en la estrella polar, corrige en conversión continua el rumbo de la nave, como atento vigía otea el horizonte por si aparece "patera a la vista" y gira de repente el timón a babor para llegar a tiempo de recoger una balsa de náufragos...
Para celebrar sus dos años de pontificado, estoy releyendo los párrafos de Evangelii Gaudium donde habla sobre cómo construir en paz el bien común de un pueblo y de una iglesia (EG 217-237).
Francisco propone un método de reforma social orientado por cuatro criterios:
1)     1- iniciar procesos hacia el futuro, en vez de controlar espacios de poder,
2)      2. transformar los conflictos, en vez de polarizarlos,
3)     3.  pensar desde la realidad, en vez de hacerlo a gravés del filtro de ideologías, y
4)    4.  buscar el bien común "poliédricamente", como unidad de diferencias (totalidad sin totalitarismos, ni descartes o exclusiones, EG 36-40,115-118,129-131, 217-241).
En esos párrafos veo que el Papa ha dibujado su autorretrato y su programa pastoral y de gobernanza. Cuando dice: "A veces me pregunto quiénes son los que en el mundo actual se preocupan realmente por generar procesos que construyan un pueblo, más que por obtener resultados inmediatos que producen un rédito político fácil, rápido y efímero, pero que no construyen la plenitud humana" (EG 224), veo que se autorretrata Francisco con esas palabras. Dice que hay que "iniciar procesos más que poseer espacios" (EG 223).
Eso es justamente lo que él ha hecho al desencadenar el proceso de sinodalidad y colegialidad, para que el Sínodo de los Obispos recupere su misión original; también al recomendar desde los primeros días de pontificado la "descentralización" de la Curia romana (EG 16, 30-33, 104, 184, 241, 246) .
Francisco es más pastoral que curial (EG 25, 27) ; es más evangélico que canonista; es más teólogo desde la misión que redactor de "teologúmenos" desde la barrera o desde la biblioteca; y es también más gobernante con visión de estado que político con estrechez de partido e ideología.
La reforma de Francisco es una reforma in via, por el camino, una reforma que llamaríamos "de la cuarta vía". Francisco evita las tres vías de "reforma sin reforma" o de reforma inauténtica.
Me refiero a las tres ideologías con las que Francisco no quiere casarse:
1)   1. la de los que ignoran el conflicto ("miran y siguen adelante como si no pasara nada", EG 227); indiferencia ante la necesidad presente y nostalgia del pasado; ideología de la restauración nostálgica (fundamentalista, fanática, cavernaria).
2)      2. la de los que hacen ídolo de la propia ideología, quedan presos del conflicto sin buscar otra salida que no sea la ganancia del propio partido; la ideología del rechazo desarraigado y ruptura a ultranza. "Pierden horizontes, poyectan en las instituciones las propias confusiones e insatisfacciones y así la unidad se vuelve imposible" (EG 227).
3)      3. los que apuestan por vías medias de sincretismo (EG 227), de soluciones de consenso forzado sobre los papeles en reuniones de comités para producir documentos; la ideología de la renovación cosmética, burocrática, curial, documentalista, productora de consensos por mero compromiso sobre el papel.
Frente a estas tres posturas, Francisco opta por entrar en el conflicto, sufrirlo y pasarlo mal y caminar discerniendo, buscando y convirtiéndose, transformándose ambas partes por el camino al dejarse transformar por el Espíritu. "Es aceptar sufrir el conflicto, resolverlo y transformarlo en el eslabón de un nuevo proceso. Felices los que tranajan por la paz" (EG 227). La reforma de Francisco es reforma por el Camino, reforma desde el Espíritu y reforma hacia las periferias...
Francisco evita las tres rutas de pseudorreforma y endereza el rumbo de la nave de Pedro por la cuarta ruta: la reforma por el camino, dinámica, auténtica y evangélica: conversión continua (EG 27, 51, 53-55), en salida (EG 15, 19-24,20, 27-33,46-49), discernimiento (EG 30, 33, 43,45,50,154), hacia las periferias (EG 30, 59)...
La reforma de Francisco es la reforma por el camino, se hace reforma al andar, caminando con Jesús y caminando con el pueblo (EG 143), recorriendo senderos y procesos de discernimiento evangélico (EG30,33,43,51,154) y praxis de liberación, fraternidad y justicia (EG 179), en sinodalidad, conciliaridad y colegialidad


AVISO: próximo domingo 21 de marzo, misa a las 13:30 hrs.

Los renglones torcidos del Papa; Pablo Ordaz, Roma, 13 de Marzo del 2015.

Francisco ha conseguido en sus dos primeros años conectar con los fieles
Es difícil escoger una sola frase o un gesto para sintetizar los primeros dos años de Jorge Mario Bergoglio al frente de la Iglesia católica. Algunos se quedarán con aquella primera aparición premonitoria en el balcón de la basílica de San Pedro, una cruz de plata, unos zapatos gastados, un amigable buenas tardes por saludo y la humilde petición a los fieles —que no ha dejado de repetir desde entonces— para que rezaran por él. Otros preferirán aquella frase que pronunció unas horas más tarde ante los periodistas llegados de todo el mundo tras la sorprendente renuncia de Benedicto XVI —“¡Cómo desearía una Iglesia pobre y para los pobres!”— y su opción preferente por los desfavorecidos y las periferias.
Muchos más, desde líderes mundiales a católicos de infantería, han ido volviendo la vista hacia el Vaticano sorprendidos por la rotundidad con que Francisco ha clamado contra el sistema económico mundial, ha criticado la mundanidad de la curia, ha llorado con las madres africanas que pierden sus hijos en el mar de Lampedusa o se ha mostrado comprensivo y tolerante —“¿Quién soy yo para juzgar a los gais?”— con quienes hasta ahora solo habían cosechado soledad y desprecio por parte de la jerarquía eclesiástica. Hay, sin embargo, un hecho lateral, insignificante casi, que retrata muy bien la personalidad de Bergoglio y la impronta que quiere dejar en la Iglesia. Sucedió en Río de Janeiro.
A su llegada a la ciudad brasileña, la comitiva de Francisco, a bordo de un pequeño utilitario y protegido por una escolta mínima, equivocó la ruta desde el aeropuerto a la catedral y se vio rodeada por una multitud. Ya en el vuelo de regreso a Roma, un periodista preguntó al Papa si no era una temeridad viajar así, a cuerpo gentil, con la ventanilla abierta. El hasta hacía poco obispo de Buenos Aires dijo: “Gracias a que tenía menos seguridad he podido estar con la gente, abrazarla, saludarla sin coches blindados. La seguridad es fiarse de un pueblo. Siempre existe la posibilidad de que un loco haga algo, pero la verdadera locura es poner un espacio blindado entre el obispo y el pueblo. Prefiero el riesgo a esa locura”. En esa explicación se esconde la clave para entender por qué el Papa habla como habla —de forma sencilla, sin preocuparse de lo políticamente correcto, hasta metiendo la pata a veces— y hace lo que hace, a pesar de que sus tres grandes decisiones de puertas para adentro —reforma de la curia, limpieza de las finanzas vaticanas y lucha frontal contra la pederastia— le estén granjeando la enemistad, cada vez más clara, de algunos sectores de poder.
Jorge Mario Bergoglio está decidido a limpiar la Iglesia. A suprimir toda la burocracia que el Vaticano ha interpuesto entre los católicos y el mensaje de Cristo. De ahí que, desde que llegó, un día sí y otro también, se haya dedicado a desmontar un solemne tinglado que parecía más preocupado por proteger sus propios privilegios —incluidos los de no responder ante la ley por abusos a menores o blanqueo de capitales— que por acompañar a la gente que sufre en un mundo cada vez más complejo e inseguro. Lo primero que Bergoglio hizo fue enterrar la amenaza del fuego eterno y cambiarla por la esperanza del perdón. “El camino de la Iglesia”, dijo hace unos días, “es el de no condenar a nadie para siempre”. Lo segundo, recordar ante sus cardenales —quien quiera entender que entienda— que Cristo expulsó a los fariseos del templo, acarició al leproso y se hizo amigo de María Magdalena sin preocuparse por el qué dirán: “Jesús no tiene miedo al escándalo, no tiene miedo a las personas obtusas que se escandalizan de cualquier apertura, de cualquier paso que no entre en sus esquemas mentales o espirituales, de cualquier caricia o ternura que no corresponda a su forma de pensar y a su pureza ritualista. ¡No se queden mirando de forma pasiva el sufrimiento del mundo!”.
Unos días después de su elección, Jorge Mario Bergoglio fue a visitar a Joseph Ratzinger, quien le entregó un informe secreto sobre las guerras entre los distintos sectores de la curia que arruinaron su pontificado. El nuevo papa nunca ha desvelado qué contenía, pero en alguna ocasión sí ha dejado caer —con la sutileza que algunos le niegan— que no solo sabe quiénes son los lobos que atacaron a Benedicto XVI, sino que está dispuesto a combatirlos.
No será una lucha fácil. Durante las últimas semanas, coincidiendo con la aprobación de severas leyes internas de transparencia y con la inminente firma de un acuerdo con Italia para terminar con el oscurantismo del banco del Vaticano, aquellos lobos del poder y del dinero han regresado al ataque. Ya no solo reniegan entre dientes por su mensaje social o por el poco aprecio por la pompa del papa argentino, sino que parecen dispuestos a utilizar hasta algunas intervenciones poco afortunadas —el puño a quien se mete con la fela mexicanización de Argentina— para atacarlo. No cuentan con que la fuerza de Francisco, aislado de la curia en la residencia de Santa Marta, procede de quienes, casi por primera vez, entienden a un papa que les habla de tú a tú. Un papa que escribe recto con renglones torcidos.


domingo, 1 de marzo de 2015

2° domingo de Cuaresma; Marzo 2 del 2015.

Génesis 221-2. 9-13. 15-18; Salmo 115; Romanos 831-34; Marcos 92-10

Estamos ya en el 2° domingo de Cuaresma. La palabra de Dios, no nos hablará de penitencias ni ayunos. Irá a algo mucho más radical: a que entendamos que Dios es nuestro único Señor; que Dios es Dios, y no uno de nosotros a quien le podamos corregir la plana o decirle cómo actuar; qué estaría bien o qué estaría mal. Va a algo totalmente radical, a nuestro “principio y fundamento”, como diría San Ignacio: ¿qué nos sostiene? ¿Qué es lo verdaderamente real? ¿Qué es lo último de la vida? Y a final de cuentas a confrontarnos con nuestra propia idea de Dios.
El Génesis nos presenta el Sacrificio de Isaac, una de las lecturas más difíciles de entender de toda la Biblia: ¿cómo Dios le pide a una persona, Abraham, que sacrifique a su hijo, Isaac, cuando es justo su hijo, el único, el centro de las mismas promesas de Dios? Sobre Isaac se centraba todo el futuro del pueblo de Israel. Conocemos el relato: Abraham acepta el mandato de Dios sin cuestionarlo y, cuando está a punto de clavar el puñal en el corazón de su hijo, el Ángel del Señor le detiene la mano y le devela el verdadero sentido de su obediencia: “por no haberme negado a tu hijo único, te bendeciré y multiplicaré tu descendencia”.
Dios es Dios y nos puede pedir hasta lo más absurdo de la vida. Él es el Dios mayor que, sin duda, no busca la muerte de nadie ni obligarnos al absurdo. Lo que busca es que nos abramos a la experiencia trascendente del “Dios Mayor”. El ser humano ha sido creado –como dice el Salmo 8- poco inferior a los ángeles; y, sin embargo, no es “otro Dios”. Sólo reconociendo la absoluta grandeza de Dios, el hombre podrá ubicarse en su misma medida y sabrá cómo comportarse en su caminar sobre la tierra para no errar el rumbo, como el mismo Caín quien se sintió dueño de la vida y la muerte de su hermano Abel.
No es peleando contra Dios, poniéndonos al tú por tú, como descubriremos el sentido de nuestra vida y, así, la plena felicidad. Somos hijos de Dios; no somos otro Dios. Y ante Él, lo que queda es la reverencia absoluta. Abraham obedece y se entrega ciegamente a su mandato, y entonces descubre y se encuentra con el verdadero Dios y su vida seguirá por el camino de la planea felicidad. El relato, por consiguiente, es una invitación a no perder el sentido de nuestra vida, a ubicarnos en nuestra justa medida, a reconocer la absolutez de Dios y a entregarnos amorosamente a su realidad.
Con otras palabras es lo mismo que experimentó San Pablo: ese Dios aparentemente monstruoso que pide a un padre la muerte de su hijo, ahora se revela como la bondad absoluta. No sólo no nos pide la muerte de nuestros hijos, sino nos entrega a su propio Hijo para liberarnos de la muerte; es decir, se compromete tanto con la humanidad y le importa tanto nuestra realización en el amor y la plenitud de la vida, que nos da a su Hijo –aún a costa de su propia muerte- con tal de que podamos “escucharlo”, descubrir el camino para llegar a Él, el camino de la plenitud. Y este camino no se realiza si no nos encontramos con ese Dios maravilloso que descubrió San Pablo y que lo enamoró: “Si Dios está a nuestro favor, ¿quién estará en contra nuestra?” Si nos dio a su propio Hijo, nos dará todo junto con Él; si Él es el mismo que perdona, ¿cómo nos va a acusar? Ésta es la certeza absoluta que guio tanto a Abraham como a San Pablo, y que ahora tiene que ser la Luz que guie nuestro camino. Sólo si caminamos acompañados de esta confianza absoluta en nuestro Dios, podremos descubrir el camino de la realización plena, de la felicidad.
Es lo mismo que nos presenta el Evangelio de Marcos: Jesús es el verdadero Dios, hijo del Padre, enviado por Él para ayudarnos a descubrir el secreto de la existencia. En la Transfiguración, Pedro queda fuera de sí mismo y, ante la experiencia sobre humana que lo acoge, invita a que las tres personas ahí presentes, Elías, Moisés y Jesús transfigurado, se queden ahí para siempre, en “tres tiendas”. Parece que Pedro iguala a esas tres personas. Sin embargo, el sentido de la experiencia que los 3 discípulos viven, no es para que vean que Elías y Moisés no han muerto, sino para que entiendan que Jesús es mayor que ellos y la culminación de toda la revelación de Dios a la humanidad. Por eso se oye una voz del Cielo que dice: “Éste es mi hijo amado; ¡escúchenlo!”. No hay que confundirlo con nadie. Es mayor que Elías y Moisés. Él es el único a quien hay que escuchar, aunque nos vaya a hablar de un camino de cruz y de muerte.
Sólo Jesús irradia luz. Todos los demás, profetas y maestros, teólogos y jerarcas, doctores y predicadores, tenemos el rostro apagado. No hemos de confundir a nadie con Jesús. Sólo él es el Hijo amado. Su Palabra es la única que hemos de escuchar. Las demás nos han de llevar a él”, como dice el P. Pagola.
En medio de este mundo tan cargado de cruces, Jesús nos sigue invitando a acompañarlo asumiendo las cruces de nuestros hermanos y hermanas que padecen la injusticia y la muerte, a fin de que uniéndonos a la entrega de Jesús podamos acceder a la Resurrección, como ahí mismo lo afirmó Jesús y lo vivió después de su crucifixión.

No es posible una iglesia fiel a Jesús y a su proyecto del reino, sin conflictos, sin rechazos y sin cruces.