Quien aspire a ser cura católico hará
bien en aprender a respetar las pequeñas formalidades de la Iglesia. Cuando los
obispos y cardenales se encuentren en Roma por asuntos del Vaticano, por
ejemplo, deberán vestir sus largas sotanas. Pero antes de que el mundo lo conociera
con el nombre de Francisco, el cardenal Jorge Mario Bergoglio de Buenos Aires
sentía un profundo desprecio por la pompa y la ceremonia. Guardaba su traje
talar escarlata en un convento fundado por una monja argentina, para no tener
que trajinar tanto trapo de ida y vuelta en cada viaje a Roma, y antes de
dirigirse al centro de Roma a una residencia para sacerdotes, el cardenal
pasaba por el convento, charlaba un momentito y luego se llevaba las prendas
que las monjas le habían planchado y doblado con reverencia.
Bergoglio recogió sus ropas del
convento una última vez en marzo del año pasado. Iba rumbo al histórico
cónclave de 115 cardenales que lo elegiría como primer Papa latinoamericano y
primer Papa de la Compañía de Jesús (los jesuitas), y ya tendría una idea
bastante clara de cuáles eran sus posibilidades. A pesar de que era poco
conocido fuera de Argentina, quedó segundo en la votación de 2005 en la que
salió electo Benedicto XVI. Se sabía que era inconforme, ascético, ajeno a los
convencionalismos y que, al parecer, sería el tipo de Papa indicado para
conducir a la institución más grande y antigua del mundo —tan llena de vicios
antiguos, tan angustiada por la creciente pérdida de fieles— hacia el siglo
XXI.
Lo que no resultó tan claro para los
cardenales del cónclave que lo escogió por sobre todos los demás, fue que
Francisco entraría al Vaticano como Jesús al templo, o como chivo en
cristalería, rompiendo reglas y convenciones con desenfreno. Aquella noche de
llovizna en que se asomó por primera vez al balcón de San Pedro lo que
sorprendió a todos fue que, desde ese mismo instante, habría de canalizar el
voraz deseo de cambio que albergaban millones de personas en todo el planeta.
Ciertamente, no parecía el tipo de persona que cambia el mundo. De modos
tranquilos, ligeramente encorvado, vestido de sencillísimo blanco —nada de
encajes o sedas para él—, el hombre que parecía el abuelito de todos se quedó en
silencio, mirando a la muchedumbre durante un larguísimo minuto antes de pronunciar
un cálido buona sera! con marcado acento
argentino. El esfuerzo de inclinarse para recibir la bendición de los fieles
hizo que Francisco se estremeciera ligeramente. Yo, que lo veía por televisión,
también me conmoví, y no soy católica.
Unas semanas después, durante un
vuelo de regreso de Brasil, Francisco soltó su famoso: “¿Y quién soy yo para
juzgar…?” a los homosexuales, y a partir de ahí los cambios se sucedieron de
forma vertiginosa.
¿Qué podemos entender realmente de
este extraño Papa nuevo? Se han escrito cientos de miles de
palabras en un intento por comprenderlo. Sin lugar a dudas, hoy es el ser humano
más popular del planeta: Barack Obama recibe en promedio mil 300
retuiteos en su cuenta; el papa Francisco, 20 mil. Viajando de ciudad en ciudad
Beyoncé llena un auditorio en cada una con 20 o 45 mil espectadores. Francisco,
con sus 77 años y su cojera a cuestas, llena la plaza de San Pedro todos los
miércoles por la mañana con entre 80 y 100 mil fieles eufóricos.
“¿A quién le importa lo que diga ese
viejito?”, preguntó hace poco un amigo mío cosmopolita. Bueno, les importa a
miles de millones de católicos, por no mencionar el elevado número de
palestinos e israelíes que el mes pasado en Medio Oriente miró con asombro mientras
Francisco predicaba un sermón sin palabras en pro de la tolerancia, por medio
de una serie de gestos desconcertantemente simples. Sonríe, besa chiquillos,
abraza limosneros, se enfunda la gorra de beisbol de un fanático, dice cosas
sencillas en un italiano igual de sencillo, se burla de la obsesión con el sexo
de su propia Iglesia, y nos parece entrañable y sensible; cariñoso, amable,
cálido, instantáneamente claro. Sin duda Jorge Mario Bergoglio es todo esto y
también, a veces, francamente raro.
No toma vacaciones. Es pésimo con los
idiomas. En los días posteriores a su elección, se escabulló del Vaticano por
las noches para repartir limosna entre los indigentes. Le gusta imitar a Cristo
y aprovecha oportunidades fortuitas para lavar los pies de hombres y mujeres
pobres, a pesar de que en la Iglesia se acostumbra que los sacerdotes y los
Papas solamente laven los pies de 12 hombres de fe —hombres, nunca mujeres—, y
apenas durante la semana de Pascua.
Pero también hay historias más
preocupantes, surgidas hace toda una vida, que dicen que, en 1976, siendo
provincial de los jesuitas argentinos, expulsó de la orden a dos de sus curas
radicalizados de izquierda, dejándolos desprotegidos frente a la abrasadora
represión que comenzaba bajo el mando de los fanáticos generales de derecha.
El hombre que se humilla lavando
pies, el representante de Cristo en la tierra que repite con toda seriedad que
es un pecador, el atribulado autócrata que, en efecto, puede haber cometido un
pecado terrible, el radiante y paternal Papa que da esperanza y alimento
espiritual a millones, son uno y el mismo: un hombre complicado, conservador y
radical, caritativo e intransigente, una masa de contradicciones. Ansioso por
llevar a la Iglesia de vuelta a sus años fundacionales de pobreza y
evangelización, ya ha logrado cambios enormes que abarcan desde la forma en que
se administran las finanzas de la Iglesia hasta el renovado sentido de misión que sienten hoy curas y diáconos. Pero
enfrenta una serie de obstáculos ante los ambiciosos planes que alberga para el
futuro de su Iglesia: su propio carácter, que en el pasado ya hizo de él un
líder polarizante; la Curia —el gobierno del Vaticano— enferma de corrupción e
ineficiencia; las jerarquías ultraconservadoras desde África hasta Estados Unidos;
y su salud, que no es la mejor. Sólo en el mes de junio canceló dos días
completos de citas debido al cansancio, y el Vaticano anunció que durante el
mes de julio Francisco no daría su acostumbrada audiencia de los miércoles, y
que tampoco daría la misa matutina. Le quedan grandes retos por delante, y
tiene un mandato más fuerte para cumplirlos que cualquier otro Papa que se
recuerde, pero se interponen las instituciones y el tiempo.
Una tarde en el Borgo Pío —la
principal calle restaurantera en los alrededores del Vaticano— conversé durante
un largo almuerzo con el sacerdote jesuita Gabriel Ignacio Rodríguez, un cura
colombiano amable y de una intensa espiritualidad, sobre Francisco y lo que él
siente acerca de este Papa desconcertante.
“¡Francisco me sorprende todos los
días!”, dijo Rodríguez en el restaurante atiborrado. Hablaba en voz baja y
clerical, logrando así el difícil truco de exclamar susurrando. Acababa de
revivir los “horrendos” años del papado de Benedicto XVI, durante los cuales,
cada vez que la Iglesia aparecía en las noticias se debía a un nuevo escándalo
financiero, otra acusación de pedofilia contra algún obispo, mientras que
Benedicto, tímido y anciano, se refugiaba en sus habitaciones, cada vez más
consciente de su incapacidad para lidiar con la crisis. Con el impacto de la
renuncia de Benedicto en marzo del año pasado vino también la sensación de una
Iglesia a la deriva.
“La única manera que tengo de
explicar la diferencia entre aquel día —el de la renuncia de Benedicto— y lo
que tenemos hoy, es que Dios se hizo presente en la Iglesia”, dijo Rodríguez.
“Francisco es un hombre que aparece todos los días en las noticias porque todos
los días sorprende. Porque es libre, y humano, y responde a lo cotidiano con el
corazón abierto”.
“La forma en que interactúa con la
gente es sin duda la de un latinoamericano”, añadió. “Eso de ponerse de
rodillas en todas partes, regalar rosarios, cargar el Evangelio en el bolsillo,
son todos elementos de la religiosidad popular. El catolicismo latinoamericano
es muy de signos, de gestos. La religión europea es más sesuda, y de discursos
y categorías. Y está el elemento personal. Francisco necesita contacto. Llega a
una reunión y se le ve muy cansado, y al rato del contacto con la gente ya está
cargado de energía”.
Rodríguez se recargó en la silla,
contemplando el jubiloso y renovado ánimo que los ha invadido a él y a sus
hermanos de fe, las electrizadas multitudes en San Pedro, el entusiasmo del mundo
no católico. “Si ahí no está actuando Dios, ¡entonces que me digan qué es!”,
exclamó, en voz alta esta vez, y con una enorme sonrisa.
A medida que recorrí el Vaticano se
fue reforzando la impresión de hablar con hombres que llevaban mucho tiempo sin
reír y que ahora se deleitaban ante la oportunidad de hacerlo. Una tarde me
senté a hablar con el padre Antonio Spadaro, director de la influyente revista
jesuita Civiltà Cattolica, en su oficina blanca y chic. En
agosto pasado Francisco eligió a este agudo e ingenioso hombre como su
interlocutor en la que fue su primera entrevista extensa, un texto cuyas
múltiples ideas se han leído, estudiado y citado innumerables veces desde
entonces en el mundo católico. Pero cuando me encontré con Spadaro él no quería
hablar de la entrevista sino del hombre al que entrevistó.
“Cuando lo conocí me dio un abrazo.
Me sorprendió lo cómodo que eso se sintió. Me impactó su cercanía”, dijo
Spadaro.
“Quienes lo conocieron (antes de que
fuera Papa) aseguran que no siempre fue así. Era más serio, retraído. Ahora
sonríe más, se expande más, como si estuviera más feliz consigo mismo. Incluso
hasta ha engordado un poco, o no engordado”. Spadaro sonrió con afecto e hizo
un ademán para indicar redondez. “Está más llenito. Tal vez se siente más a
gusto consigo mismo”.
Es verdad que uno puede revisar
cientos de fotos de Jorge Mario Bergoglio en Argentina sin encontrar una en la
que sonría. Cuando Spadaro le pidió durante la entrevista que se describiera a
sí mismo, el Papa contestó: “Soy un pecador”. Y añadió: “No es una forma
retórica ni un género literario. Soy un pecador a quien el Señor ha
contemplado”. Es evidente que Spadaro sigue reflexionando profundamente sobre
cada uno de los aspectos de su encuentro con Francisco. (“¡Cambio mi vida!”,
dice ahora.) “Ha enfrentado muchas crisis en la vida. Eso forma parte de su
personalidad. Ha pasado por el sufrimiento”.
Para Bergoglio 1973 fue el año en que
se inició el mayor de sus sufrimientos.
Tenía 36 años. Acaban de nombrarlo
provincial de los jesuitas argentinos. Yo, mucho más joven que él, pasé por
Buenos Aires ese mismo año, y recuerdo claramente la locura política colectiva
de aquellos días. Tras deponer al líder populista Juan Domingo Perón años
atrás, los militares acababan de decidir que le permitirían volver. Pero el
movimiento peronista estaba dividido en decenas de fracciones, notablemente en
un sector ultranacionalista de extrema derecha, aliado con una fracción de
militares golpistas, y una izquierda ultranacionalista encabezada por la
guerrilla de los Montoneros. Los militares establecieron centros clandestinos
de tortura e hicieron desaparecer a miles de guerrilleros, verdaderos y supuestos,
y a sus simpatizantes. Los guerrilleros asesinaban a “enemigos de clase” y
detonaban bombas. Los sacerdotes de barrio se radicalizaron bajo el nuevo signo
de la izquierdista Teología de la Liberación (que sostiene que la Iglesia debe
tener una opción preferencial por los pobres), o su variante peronista, la
Teología del Pueblo (que comparte ese objetivo pero sin la influencia marxista
de la Teología de la Liberación). Y la mayor parte de la jerarquía eclesiástica
colaboró abierta y vergonzosamente con los torturadores de la dictadura
militar.
¿Dónde estaba Bergoglio a todas
estas? Por lo menos, en simpatía con un grupo peronista rufianesco denominado
la Guardia de Hierro: acabaría entregándole una de las dos universidades
jesuitas de Buenos Aires a sus dirigentes. El historiador Tulio Halperín Donghi
recuerda bien al grupo: “Era una organización bastante siniestra”, me dijo por
teléfono hace poco. “En las universidades, en las facultades de humanidades, en
estudios sociales, que eran siempre las más politizadas, de repente aparecían
estos energúmenos revolviendo cadenas. Era totalmente loco, porque además los
Guardias de Hierro creo que eran vegan, o algo por el estilo”.
Bergoglio tomó sus votos definitivos
como miembro de la rigurosa orden de los jesuitas en abril de 1973. Apenas tres
meses después lo nombraron provincial de todos los jesuitas de Argentina, a la
edad de 36 años. Ahora dice que era demasiado joven, pero más bien parece que
tenía demasiado poca experiencia.
Durante aquellos años varios
sacerdotes jesuitas radicalizados que trabajaban en las villas miseria que
circundan Buenos Aires quedaron atrapados en una red de chismes y rumores en su
contra; una red que su superior directo, Jorge Mario Bergoglio, puede haber
ayudado a tejer. Las acusaciones se concentraban en dos hombres: Franz
(“Francisco”) Jalics, húngaro de nacimiento, y el argentino Orlando Yorio.
Bergoglio, quien como provincial debía asignarle los puestos a sus curas, les
insistía a ambos que había mucha presión proveniente de Roma para removerlos de
su barriada. Pero no quiso decirles por qué, ni cuáles eran las acusaciones en
su contra, según dejó asentado Yorio en un minucioso relato posterior. Bergoglio
era no sólo un adversario ideológico de los dos activistas, sino también era
más joven —Yorio y Jalics habían sido incluso sus maestros— lo cual seguramente
aumentó la tensión entre ellos. Pero los chismes envenenados que acompañaron a
Yorio y a Jalics adonde quiera que iban se relacionaban con sus convicciones
políticas y, sobre todo, con la sospecha generalizada de que Yorio sostenía una
relación con una joven de la comunidad y colaboraba con los Montoneros.
Lo que ocurrió después está en
discusión. De acuerdo con las versiones más informadas, Bergoglio les dijo que
si querían permanecer en la orden jesuita tenían que suspender su labor en la
comunidad. Jalics y Yorio se negaron. En mayo de 1976 Bergoglio los expulsó de
la orden, dejándolos completamente desprotegidos. En cuestión de días, fueron
levantados por hombres bajo las órdenes del comandante naval, Admiral Emilio
Massera, quien supervisó los centros de tortura más escalofriantes de la
llamada Guerra Sucia contra los militantes de izquierda. Al principio, se les
dijo a ambos que su detención había sido un “error”, y después pasaron cinco
meses en lo que —para los estándares de la Guerra Sucia— fueron circunstancias
privilegiadas: con los ojos vendados, encadenados y casi famélicos en una celda
hedionda.
Hasta su muerte en el año 2000 Yorio
sostuvo que Bergoglio los engañó a él y a Jalics para que firmaran su renuncia
voluntaria, y que era el culpable de su secuestro. Bergoglio dice que los dos
sacerdotes se marcharon por su propia voluntad y que cuando los secuestraron
hizo todo lo que estuvo en sus manos para liberarlos, acudiendo a sus contactos
con la derecha para entrevistarse, en dos ocasiones, con el general Jorge
Rafael Videla —el fanático a cargo de la recién estrenada junta militar—, y
para comunicarse con el torturador Massera. El año pasado dos antiguos miembros
de la Guardia de Hierro declararon que ellos habían llevado personalmente una
solicitud de Bergoglio a Massera para que dejara a los dos curas en libertad.
De ser cierta, esta versión de la historia podría explicar cómo es que Jalics y
Yorio lograron sobrevivir cuando los demás miembros de su comunidad, que fueron
secuestrados por esos mismos días, desaparecieron para siempre. Un año después
de la liberación de los dos curas, Massera obtuvo un doctorado honorario de la
universidad jesuita a cargo de los integrantes de la Guardia de Hierro.
Francisco Jalics vive recluido en un
monasterio alemán. A raíz de la elección de Bergoglio como Papa declaró que
éste no era culpable, que se había reconciliado con los hechos de aquel tiempo,
y que no volvería a hablar del asunto. En 2013 se reunió con Francisco por
segunda vez desde que salió de Argentina, durante un viaje al Vaticano que
transcurrió en la más absoluta privacidad.
Pero la actividad de Bergoglio
durante la Guerra Sucia tiene todavía otro aspecto. Varios guerrilleros
perseguidos, algunos de ellos del vecino Uruguay, han dicho que durante ese
mismo periodo, y con gran riesgo para sí, Bergoglio los ayudó a esconderse o a
escapar de Argentina. También está el testimonio de una mujer dedicada desde
hace muchos años a la defensa de los derechos humanos, la abogada Alicia
Oliveira. Ella asegura que en los días en que recibió amenazas y estuvo en
constante peligro de que la desaparecieran los militares, optó por proteger a
su hijo, dejándolo al cuidado de otras personas. Dice que Bergoglio pasaba por
ella a la hora de salida de la escuela y la llevaba en su carro a que viera a
su hijo desde una distancia segura.
¿Y si todas las versiones resultaran
ser ciertas? Como mínimo, escribe Paul Vallely, el más cuidadoso del nutrido
grupo de biógrafos del Papa, parecería que Bergoglio chocó con dos de sus
hermanos jesuitas, a quienes tenía la obligación de proteger, y actuó
irreflexivamente y de una forma que expuso al peligro a su propia congregación.
Los feroces desacuerdos entre los jesuitas argentinos continuaron hasta que
Roma intervino en 1986. Se envió a un jesuita colombiano para reconciliar a las
facciones en pro y en contra de Bergoglio, y a éste lo mandaron primero a
Alemania y luego a Córdoba, en el norte de Argentina. Ha tenido 40 años desde
aquellos tiempos de pesadilla en Argentina para recapacitar y sufrir.
40 años son toda una vida. La gente
cambia. Montoneros que alguna vez anduvieron reventando bombas ahora son
ciudadanos respetables, por ejemplo. Francisco ha cambiado de una manera tan
dramática que ahora resulta un activista social tan radical como aquellos a
quienes alguna vez atacó. “Se dio cuenta de que hay una pedagogía de Dios”,
afirma Spadaro sobre aquel periodo. “Dice: ‘Dios obró en mí a través de
aquellos errores’ ”. El Papa come bien y duerme bien, le aseguró a Spadaro. Yo
me pregunté si el radiante Francisco—cuyas carcajadas resuenan en los pasillos
del Vaticano y que por lo general parece estarla pasándola genial en su nuevo
ministerio— siente que cuando Dios lo contempló y le otorgó el espinoso honor
del papado, Él quiso decirle que lo perdonaba. Intenté sondear esta teoría con
Spadaro, que me miró de soslayo.
“Él siente que él es un misterio”,
respondió, y se corrigió. “Siente que lleva un misterio dentro de sí mismo”.
Una noche cené en las inmediaciones
del Vaticano con Cristian Echeverry, un cura párroco de Colombia de modos
suaves y con la costumbre de decir las cosas de manera descarnada. Recién
salido del seminario, me contó, comenzó a trabajar en los extensos barrios
marginados que rodean a las ciudades colombianas, y no olvida la experiencia.
“Un día subí al cerro y toqué en una casa. Una niñita que no puede haber tenido
más de 14 años abrió la puerta. Detrás de ella había una hilera de niños
chiquiticos. Estaba embarazada. Le pregunté si podía hablar con su mamá, y me
dijo, ‘Aquí la mamá soy yo’ ”, recordó Echeverry. “Lo que ha matado a la
teología es que la han creado hombres que no han estado nunca en el barrio”.
En cambio, los eclesiásticos del
Vaticano se han mantenido atareados negándole la Comunión a los divorciados que
se vuelven a casar, sermoneando contra el uso del condón, descalificando la
Teología de la Liberación, que se ocupa sobre todo de la “periferia” —esa zona
borrosa más allá de Europa y Estados Unidos, donde se concentra la mayor
cantidad de fieles—, y en general dándole razones a los feligreses para
abandonar la Iglesia en manada.
En los últimos 40 años decenas de
miles de sacerdotes, y también de monjas, han desertado de la Iglesia,
principalmente para contraer matrimonio. Son cada vez menos los que los
reemplazan en los seminarios, porque los repulsa el voto de castidad. La falta
de curas (y de monjas) es ahora tan grave en algunas partes de un país
tradicionalmente católico, como lo es México, que la labor de la Iglesia ha
quedado en manos de los diáconos (legos que cuentan con la aprobación del
obispo para desempeñar ciertas labores pastorales). En Brasil, en la región del
Xingú, hay 27 sacerdotes para 700 mil católicos, en un área del tamaño del
estado de Montana. En parte porque no hay quién los case, bautice, confiese o
consuele, los católicos han estado huyendo hacia las sectas evangélicas. Hoy
día, la población tal vez ya sea mayoritariamente evangélica en países como
Guatemala, y en muchas regiones de América Latina el número de creyentes en las
sectas está a punto de igualar las cifras de la tradicional iglesia católica.
Le pregunté al profesor Guzmán
Carriquiry —un influyente lego que, como encargado de la oficina del Vaticano
para América Latina, es integrante de la Curia— si no sería bueno un sistema
doble en que algunos sacerdotes eligieran casarse mientras que otros pudieran
optar por el celibato. Carriquiry me miró entretenido. “Todos los curas que
tenemos hoy ya optaron por el celibato”, me recordó. (Pero no soy la única en
decir, y sospecho que Carriquiry no estaría tan en desacuerdo, que un número
significativo de los curas que he conocido en América Latina —y como reportera
he conocido muchos a lo largo de los años— estaba involucrado en algún tipo de
relación, hetero u homosexual, y no hacía gran esfuerzo por ocultarla.)
Hay que decir que en Roma muchos
curas defienden el principio de castidad. “Tiene grandes recompensas”, me
subrayó Daniel Gallagher, un sacerdote de carácter ponderado. Al igual que
Echeverry, tiene poco más de 40 años, pero a diferencia del colombiano, que es
pobre y se siente fuera de lugar en Roma, Gallagher es un miembro establecido
de la Curia y tiene una visión más ortodoxa de las cosas. “La castidad es un
sacrificio, ¡pero puede llevar a una vida espiritual mucho más plena! Siempre
intento darle este mensaje a los curas jóvenes y a los seminaristas. Pero no es
fácil”, concedió.
“La batalla por la castidad es
infinita y sin cuartel”, me dijo el padre Echeverry con su estilo resuelto. “Yo
también he tenido caídas. Pero con frecuencia me pregunto si toda la energía
que he invertido en ese esfuerzo —energía física, psíquica, emocional—
podría haber sido mejor empleada en otras tareas”.
La pregunta está en el aire.
Pragmática siempre frente a las crisis, la Iglesia se prepara a decidir que
necesita más curas y no más castidad. “En todo caso, no es ley divina. Puede
cambiarse”, afirmó Carriquiry. Y el padre Rodríguez señaló que el celibato no
fue obligatorio para los curas sino hasta el siglo XVI. “Se puede cambiar”,
repitió. Por su parte, el papa Francisco se ha limitado a decir que él no puede
resolver todos y cada uno de los problemas desde Roma, que los sacerdotes de
las iglesias orientales siempre se han casado, y que depende de arzobispos
“corajudos” encontrar una forma de lidiar con el asunto. Tal como en Estados
Unidos la legalización de la marihuana se ha ido resolviendo individualmente en
los estados, supongo.
(Por cierto que el celibato siempre
ha sido obligatorio para las monjas, y no hay indicios de que eso vaya a
cambiar ahora. Ah, y sí; sí hay mujeres en la iglesia católica, aunque sería
difícil darse cuenta cuando se habla con quienes detentan el poder
eclesiástico: todos son hombres, y casi todos se detuvieron a pensar durante un
minuto largo e infructuoso cuando les pregunté con qué monja o lega influyente
podría entrevistarme.)
Mientras la Iglesia se ocupaba de
precisar las restricciones que gobiernan dónde y cómo dos adultos pueden tener
sexo, poco a poco se hizo manifiesto que miles de sacerdotes —sin duda, decenas
de miles a lo largo de los siglos— forzaban a niños bajo su cuidado a tener
sexo con ellos. Fue Benedicto XVI, cuando era apenas el cardenal José
Ratzinger, encargado de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el primero
en sacar a la luz el viejo escándalo de la pederastia. Ya como Papa degradó a
848 sacerdotes e impuso un castigo menos severo a dos mil 572 más. Pero aparte
de nombrar nuevamente a una comisión para estudiar el problema, el Vaticano —y
Francisco— aún no han propuesto ninguna medida concreta. Todavía no hay señal
alguna de que puedan llegar a reconocer que la pederastia es un crimen—y no
sólo un pecado—y que los sacerdotes deban quedar sujetos a la justicia civil y
no solamente a la ley divina. Siempre vale la pena recordar que a Marcial
Maciel, fundador de la orden de los Legionarios de Cristo, favorito de Juan
Pablo II y pederasta monstruoso, malversador, embaucador, plagiario y
drogadicto, el Vaticano lo sentenció a una vida de “arrepentimiento y oración”
en una bonita casa con jardín.
En otros frentes la Iglesia de
Francisco ha demostrado ser más combativa. Se está llevando a cabo una
minuciosa reforma financiera y se estableció un comité de vigilancia para
lidiar con los múltiples escándalos del banco del Vaticano. Pero la pederastia
está tan íntimamente ligada a las ahora frágiles finanzas de la Iglesia —tan
sólo en Estados Unidos las víctimas han recibido tres mil millones de dólares
de compensaciones, y muchas parroquias se han declarado en bancarrota— que no
es difícil ver por qué Francisco pudiera querer avanzar con pies de plomo en el
asunto.
“Que Dios nos proteja del temor al
cambio”, declaró Francisco durante un viaje diplomático al Medio Oriente en
mayo, refiriéndose a la necesidad de paz en la región, y sin duda también al
embrollo que lo aguardaba de regreso a casa. Algunas leyes de la Iglesia están
tan en desacuerdo con los tiempos, que durante décadas han sido ignoradas por
los curas párrocos que no están obsesionados con los asuntos que Francisco
llama “de la cintura para abajo”. El papa Juan XXIII, que ahora es San Juan
XXIII, recomendaba una política de no-te-pregunto-y-no-me-cuentes con respecto
al control de la natalidad, por ejemplo. Bajo la misma política, muchos
católicos divorciados impedidos por ley canónica de tomar comunión logran
participar en el sacramento axial de la iglesia. Se supone que una pareja que
convive sin casarse vive “en el pecado”, aun en aquellas regiones en donde
faltan los curas, pero son pocos los párrocos de la periferia que se animan a
condenar con dedo flamígero a semejantes humildes pecadores. Se ha convocado a
todos los obispos del mundo a una asamblea extraordinaria sobre la familia para
este próximo mes de octubre. ¿Le darán su beneplácito formal a estos cambios de
hecho?
Y está el tema de la homosexualidad
—cuya práctica, según el Antiguo Testamento, causó que Jehová destruyera
ciudades enteras—, y de un tema anexo, que es el matrimonio gay. Jorge Mario
Bergoglio, cardenal, hizo campaña en Buenos Aires en contra del matrimonio gay.
Pero lo acababan de elegir como Papa cuando pronunció su frase más citada: “Si
una persona es gay, y busca al Señor, y tiene buena voluntad, ¿quien soy yo
para juzgarlo?”. Sería asombroso que Francisco llegara a favorecer el aborto o
el matrimonio gay, pues como él muchos católicos, si no la mayoría, consideran
que el matrimonio es el sacramento que une exclusivamente a un hombre y una
mujer. Pero es posible imaginar que llegará a reconocer que los gays han tenido
históricamente una fuerte presencia en el clero y tienen tanto derecho como los
heterosexuales a aceptar la castidad y tomar votos.
Los mayores cambios que han ocurrido
bajo el papado de Francisco no son cuantificables. En Roma, en la Pontificia
Universidad Gregoriana, que es el centro de preparación intelectual para curas
más prestigioso de Italia, le pregunté al profesor en sociología, el padre
Rocco d’Ambrosio —quien también presta sus servicios de sacerdote en la
empobrecida región de Puglia, al sur del país—, cuál ha sido el impacto de
Francisco.
“El otro día tomé la confesión a una
señora a quien conozco desde hace tiempo. Ella había leído la exhortación
apostólica del Papa, Evangelii Gaudium (“La
alegría del Evangelio”) y quería hablar sobre el texto, porque algunas frases,
y algo que ella le había escuchado decir al Papa, la habían llevado a
preguntarse si le daba suficiente alegría a quienes la rodean”.
D’Ambrosio, que usa anteojos rojos y
viste deportivamente de saco y corbata, se inclinó hacia mí: “He sido sacerdote
y escuchado confesión durante 27 años, y esta es la primera vez que alguien se
me ha acercado con ganas de discutir algo que haya dicho un Papa”.
Yo también leí el Evangelii Gaudium, y encontré en él el mismo extraño
don de la sencillez que Francisco transmite en todas sus declaraciones
públicas. Es capaz de enunciar con palabras claras ideales básicos —alegría,
caridad, perdón, honestidad, la fe vivida con pasión, la vida como compromiso—
que siglos atrás hicieron de los Evangelios textos revolucionarios y
arrolladores. Con una voz apagada (de joven perdió parte de un pulmón, lo cual
limita el volumen), y sin ninguna floritura teatral, Francisco le pide a la
grey que sea amable y caritativa consigo misma y con los demás, y que huyan del
cinismo. Sobre todo, le dice a la gente que Dios la ama, está siempre en su
espera, y tiene una capacidad infinita de perdonar.
“Me pregunto por qué estoy tan
conmocionado”, me dijo el padre Spadaro, el entrevistador del Papa. “Y alguien
me respondió: ‘Porque Francisco predica el Evangelio de una manera simple’”.
La mejor explicación me la dio Giacomo
Galeazzi, reportero del Vatican Insider,
suplemento del periódico La Stampa, que se
publica en Turín: “Francisco ha hecho que mi trabajo sea más entretenido y más
fácil. Es noticia porque todos entienden lo que dice. Es como ver jugar a
Maradona: hay esa hermosa claridad en su juego”.
Y así, lentamente, Francisco va
arrastrando a su Iglesia hacia el presente, vitoreado por millones de católicos
—clérigos y legos—, porque a través de su inspirado despliegue de signos y
gestos todos ven y comprenden lo que hace. En su reciente viaje a Medio Oriente
apoyó la frente en el muro que Israel construyó contra los palestinos,
transformándolo así también en un Muro de las Lamentaciones. Lo acompañaron en
todo momento sus buenos amigos de Buenos Aires, el rabino Avraham Skorka y el
líder islámico Sheik Omar Abboud. Convenció a Shimon Peres, presidente israelí,
y a Mahmoud Abbas, presidente de la Autoridad Nacional Palestina, de reunirse
con él a principios de junio en el Vaticano para llevar a cabo una sesión de
plegaria marcadamente apolítica. Con cada gesto, Francisco ayudó a replantear
los términos con los que se puede concebir el conflicto en Oriente Medio: no
como un choque inevitable entre enemigos furibundos, sino como una condición
anómala e innecesaria que mantiene separados a los seres humanos.
Unas semanas antes el padre Spadaro
me había explicado el método del Papa: “Primero hace el gesto y luego dice las
palabras”.
Si uno se para frente a la albeante
basílica de San Pedro —con su enorme domo de blanco mármol travertino, y la
estupenda plaza de columnatas curvas de Bernini—, lo único que se alcanza a ver
de la sede del catolicismo mundial son los enormes muros que se ensanchan a
cada lado de la mole de la basílica. Circundan la nación independiente más
pequeña del mundo: el Vaticano (44 hectáreas, 840 habitantes, acceso
restringido.) Aquí todo es espléndido. Hay capillas barrocas, palacios
renacentistas donde residen cardenales y oficiales del Estado papal en
solitaria majestad. Está el palacio papal (ahora deshabitado, en vista de que
Francisco notoriamente se negó a vivir aislado en medio de semejante lujo); los
antiguos tesoros de la biblioteca vaticana; una gloriosa extensión de jardín.
Contenido también por los muros, pero separado del resto del complejo, está la
única parte del Vaticano abierta siempre al público: los museos, cuyas
colecciones albergan algunas de las más grandes obras de arte creadas por el
hombre, todo para mayor glorificación de la Iglesia. Ahí también se encuentra
la Capilla Sixtina, el espacio abovedado que se diseñó para que los cardenales
menores de 80 años tuvieran adonde aislarse con llave (con-clave) para elegir a un nuevo Papa.
Este complejo fue alguna vez el signo
visible del poder y la gloria del catolicismo, la corona de su imperio
espiritual. Hoy es la fortaleza amurallada de una Iglesia cuya misma existencia
está en peligro. Hay estrellas mediáticas de las sectas del evangelismo que
pronuncian sus sermones en palacios de cristal. Mientras tanto las iglesias
católicas caen en ruinas, se ponen a la venta, se convierten en bibliotecas o
en viviendas de estilo. Como líder del budismo el Dalai Lama ejerce cada vez
mayor influencia moral y convoca a más adeptos en todo el mundo. En cambio, la
iglesia católica se enfrenta a una crisis de encogimiento que todo lo abarca:
menos fieles, menos curas, muchos menos recursos, y un catastrófico aumento de
escándalos públicos que se resume bastante bien en una noticia reciente sobre
la Santa Sede: un cargamento de casi medio kilo de condones rellenos de cocaína
líquida, disfrazado entre una caja de cojines, quedó sin reclamar en la oficina
de correos del Vaticano.
Al cambiar el palacio papal por la
Casa Santa Marta, un hotel que queda justo adentro de los muros del
Vaticano y en donde se alberga el clero de todo el mundo, Francisco evitó
hábilmente que lo envolviera la bizantina atmósfera de la Curia. De paso,
aseguró su acceso constante a las noticias del exterior y a la calidez del
contacto humano. Pero tal vez quedó demasiado lejos de la telaraña de intrigas
—cuyo centro ocupa— como para enterarse de lo que pasa. Alguien está filtrando
todo tipo de noticias sobre el ministro de Estado del papa Benedicto, el
cardenal Tarcisio Bertone, a quien Francisco removió de su cargo, ¡y hay tanto
que filtrar! Los rumores sobre su vida sexual; la ira de Francisco por el
penthouse de 700 metros de Bertone, espléndidamente restaurado y contiguo a las
dos modestas habitaciones que Francisco ocupa en Santa Marta; el asunto de cómo
fueron a dar a una productora de cine, propiedad de uno de sus amigos, 15
millones de euros que Bertone retiró de los fondos vaticanos.
Se dice que Bertone mira con frialdad
al Papa, o tal vez con sentimientos mucho más encendidos, y parecería que
comparte esos sentimientos con algunos más. El arzobispo hondureño Óscar
Rodríguez Maradiaga, irredimiblemente franco, fue el encargado de anunciar la
creciente rebelión contra Francisco entre la jerarquía eclesiástica
conservadora, así como la murmuración cada vez más atrevida de que la férula
papal le habría sido entregada al hombre equivocado. Según afirmó Maradiaga en
una reunión de las órdenes franciscanas, se dicen cosas como “¿qué pretende
este argentinito?”. Y agregó que un reconocido cardenal dejó caer la frase:
“Nos equivocamos”.
Le pregunté a un hombre de espíritu
equitativo y que conoce el pensamiento de la Curia si le parecía que va en alza
la sensación de que Francisco se mueve demasiado aprisa en la dirección
equivocada, o que dice cosas que simplemente resultan escandalosas. Reacomodándose
en la silla en un esfuerzo por hallar la manera equilibrada de responder, mi
amigo afirmó que Francisco tiene un gran sentido de iniciativa pero que, en
ocasiones, asume posiciones demasiado drásticas, o sin tomar en cuenta
procedimientos que tienen su razón de ser. Sopesando cada una de sus palabras,
añadió tras una pausa: “Hay, ha habido… cierta mención de un cisma”.
En otras palabras, dentro de la Curia
tanto como en el extranjero existe un número de inconformes de alto rango que
expresan su descontento en términos cada vez más álgidos contra lo que
consideran la traición del Papa a la fe católica. El descontento es tal, de hecho,
que, de acuerdo a mi amigo, un cierto número de inconformes considera la
posibilidad de establecer una iglesia católica alternativa. El hombre que
aspira a unir todas las religiones en la fe compartida en el amor de Dios, y
que como provincial de los jesuitas argentinos dividió a tal grado la orden que
fue necesaria la intervención externa, comprueba una vez más su capacidad de
unir y dividir.
Giacomo Galeazzi, el periodista del Vatican Insider, está convencido de que Francisco logrará
imponerse fácilmente. “Sus opositores —mencionó a un puñado de miembros de alto
rango de la Curia—, perdieron poder tras la renuncia de Ratzinger. El Papa es
un hombre extraordinariamente libre”, me explicó Galeazzi. “No le debe nada a
la Curia porque viene de fuera. Quienes tienen poder son aquellos que se ocupan
de la periferia; el Papa puede hacer lo que quiera”.
Quizá. Pero la lista de temas
urgentes que el Papa enfrenta es larga, y no es joven ni está particularmente
sano. Le dan “ligeras fiebres” que esporádicamente lo obligan a cancelar
eventos. Trabaja demasiado, tiene 77 años, y muchos aún recuerdan el patético
espectáculo de la muy pública agonía de Juan Pablo II. El asunto de la sucesión
ya está en mente de todos.
Ni siquiera hay acuerdo sobre cuál es
el consenso sobre el tema. “Según lo que he podido entender”, dijo el padre
Daniel Gallagher, “en el cónclave varios cardenales dejaron muy claro que no
esperan ninguna otra renuncia papal en el futuro”. Pero varios curas con los
que hablé expresaron su gratitud hacia Benedicto por dar un paso largamente
demorado. Es posible que la habitual sobrecarga en la agenda de Francisco,
extenuante para sus colaboradores pero sobre todo para él, esté motivada por el
deseo de seguir el revolucionario precedente de Benedicto y retirarse. “El papa
Benedicto ha hecho un gesto muy grande (al retirarse)”, declaró al periódico La Vanguardia hace poco. “Ha abierto una puerta,
ha creado una institución, la de los eventuales Papas eméritos. Yo haré lo
mismo que él, pedirle al Señor que me ilumine cuando llegue el momento”. Si las
especulaciones son ciertas, en caso de que así lo decidiera, se retiraría al
cumplir 80 años, lo cual significa que Francisco tiene menos de tres para sacar
adelante su programa radical, a menos que el tema de su salud signifique que le
queda aún menos tiempo.
Durante mi último día en Roma caminé
una vez más por el Borgo Pío, la estrecha calle a la sombra de San Pedro,
atestada de restaurantes al aire libre con manteles a cuadritos, boutiques de
sotanas y tiendas de chacharería papal para los turistas. La calle bulle de
turistas anglos y chinos, y vendedores ambulantes bengalíes de pelotitas de
goma de colores. Hay obispos de Nigeria, monjas filipinas y seminaristas
mexicanos que pasan ajetreados, también ellos convertidos en turistas de ojos
desorbitados, curioseando, tocando puertas, esperando audiencia. Pasear una
hora por el Borgo es ver el mundo. Todavía más que los tesoros de San Pedro, el
Borgo ofrece una visión quizá más real del vasto alcance y la ambición de la
institución fundada por el humilde apóstol Pedro hace unos dos mil años, y de
cómo esa estructura se sostiene gracias a la fe. Si, en un mundo cada vez más
agnóstico, en Occidente todavía nos importa tanto el destino de Francisco y de
su Iglesia, se debe a que probablemente la mayor parte de la cultura que nutrió
al mundo occidental hasta finales del siglo XX fue creada por la Iglesia: la
música, la arquitectura, el protestantismo, la pintura, los inicios de la
ciencia, nuestro eslabón más básico de construcción social (un marido, una
esposa). Para bien o para mal, todos somos hijos del Dios de San Pedro.
Pero este templo cruje, gotea, se
agrieta, y las huestes de curas entusiastas que trabajan al interior del
Vaticano para arreglarlo todo quizá no logren reemplazar las columnas centrales
a punto de desmoronarse sin que se venga abajo el edificio entero. Y está la
cuestión que Francisco plantea de manera implícita en cada una de sus muy
públicas declaraciones acerca de cómo debe practicarse la fe: ¿Cuál es la
relación entre el Jesús al que acuden los católicos para obtener la salvación y
la gigantesca estructura en Roma?
“No me disgusta la idea de una
Iglesia reducida a su mínima expresión”, afirmó Echeverry, el padre colombiano,
cuando le pregunté qué ocurriría si el Papa llega a morir antes de completar la
transformación que busca con tanto ahínco? ¿O si, a pesar de los esfuerzos del
Papa, el materialismo y el consumismo ganan la partida, o los rigores de una
creencia dogmática resultan excesivas para la persona común y corriente? ¿Qué
pasará si la ciencia por fin destruye la posibilidad de la fe? ¿Qué pasará si
los fieles ya no abarrotan la plaza de San Pedro cada miércoles por la mañana?
“Me gusta la idea de pasar de una Iglesia que se fortalece en los números a una
de la que verdaderamente puede decirse vive el Evangelio. No me molestaría para
nada”, dice Echeverry.
Al final de mi almuerzo con el padre
Rodríguez le pregunté si alguna vez duda que la iglesia católica pueda
sobrevivir.
“Si la Iglesia por falta de poder se
acaba (me refiero a poder tecnológico, político o económico, o por una guerra
religiosa) estaremos simplemente viviendo la experiencia de Jesús. Si ella
misma es crucificada, estará reproduciendo la experiencia de su fundador, pero
quedará algo tan hondo que no se podrá perder. Si Dios no estuviera trabajando
aquí, ¿cómo se explica que la Iglesia sobreviviera 300 años en Japón sin un
solo cura, sólo gracias a los esfuerzos de unos cuantos hombres y algunas
mujeres?”, se preguntó el padre Rodríguez.
Pero estos son días en que resulta
difícil creer que alguna vez la iglesia católica pueda quedar reducida a una
solitaria voz clamando en el desierto. Francisco y la alegría de su fe inspiran
en millones no sólo una renovada creencia en Dios, sino en una religión viva y
vivaz. Sólo había que verlo este abril durante la misa de Pascua que ofició al
aire libre, durante la cual él y su gente desplegaron todo tipo de símbolos y
signos para crear un hermoso espectáculo de significados. Los escalones de San
Pedro quedaron transformados en jardín; diáconos y lectores —¡hombres y
mujeres!— de Corea, Alemania, China y Medio Oriente leyeron pasajes de la
Biblia; un coro de la iglesia oriental cantó armonías extrañas y poderosas; los
patriarcas rusos concelebraron con Francisco… y al Papa se le vio exhausto y
avejentado. Pero, al terminar, prácticamente saltó hacia el Papamóvil, como un
niño a quien inesperadamente se le ofrece un pan con mantequilla y su mermelada
preferida. Sin aceptar ayuda, trepó con energía a la plataforma, como diciendo
“¡Vámos!”. Y entonces resurgió el ritual de la muchedumbre que vitorea y ríe,
el Papa que abraza y bendice, bañado de pueblo, como se dice, a medida que el
Papamóvil serpenteaba a través de una multitud extática.