domingo, 13 de julio de 2014

15° domingo Ordinario; 13 de julio del 2014

Is 5510-11; Rom 818-23; Sal 64; Mt 131-23

La liturgia de hoy nos ofrece 3 textos de la Biblia muy interesantes, todos entorno a la “semilla” que Dios pone en nuestros corazones.
El texto del evangelio es bien conocido; pero no por eso deja de ser cuestionador. Dios es el sembrador que arroja su semilla a manos llenas; pero no cualquier espacio donde la semilla cae, es el indicado. Con toda claridad nos pone 4 ejemplos que sin duda son situaciones que apelan a nuestra conciencia para ver dónde estamos.
En el primero, la semilla cae a lo largo del camino. Simplemente no hay tierra. Sólo sirve como alimento para los pájaros; pero en sí misma no da fruto. Y esto es lo importante; de esto se trata. ¿Por qué no da fruto? Por una razón muy sencilla: la palabra no se entiende. La semilla llega, se aloja en el corazón, pero no hay un esfuerzo por asimilarla: no hay reflexión, meditación, oración que permitan calar hondo en lo que es esa palabra de Dios y a qué nos invita. Por eso no da fruto.
El segundo caso avanza un poco más. La semilla cae en terreno pedregoso; pronto germina, porque “la tierra no era gruesa”; pero cuando sale el sol, los brotes se secan. Es más alentador este ejemplo, cuando menos a primera vista. Ya la semilla germina; hay un primer momento de acogida que permite la vida. Dice Jesús: “el que oye la palabra, la acepta inmediatamente con alegría”. Pero, entonces, ¿qué sucede? Simplemente que el que la recibe es “inconstante”. ¿Qué implica esto? Que cuidar la semilla hasta que dé fruto, supone una lucha “constante”; porque vendrán “tribulaciones o persecuciones”. Y ahí es donde tenemos que demostrar que “la palabra” sí nos importa; que estamos dispuestos a conservarla cueste lo que cueste. Pero no sucede así con este grupo. Su felicidad es sólo externa y su compromiso superficial. Cuando llega la hora de la verdad, “sucumben”.
Los terceros avanzan un poco más. La semilla cae entre los espinos; pero éstos “sofocaron las plantitas”. Éstos sí oyeron la palabra, y al decir esto el Evangelio, está afirmando que hay mayor profundidad que la de los dos grupos anteriores. La semilla brotó; ya aparecen las plantas; pero cuando están ya a punto de dar fruto, los espinos las ahogan. ¿Qué espinos? Jesús lo dice con toda claridad anunciando dos causas que nos impiden confiar realmente en Dios y seguir su camino. La primera son “las preocupaciones de la vida”. Y éste es un tema muy delicado. Si las preocupaciones son más grandes que nuestra confianza en Dios, quiere decir que nos estamos colocando en el centro de nuestra existencia, y estamos dejando a Dios fuera de la vida. Ya Dios no nos acompaña; no experimentamos que Él es nuestra verdadera fuerza. Lo hacemos a un lado y nos dejamos absorber por los problemas que nos rodean. De ahí, entonces, que la “Palabra de Dios” pasa a segundo lugar; se va diluyendo hasta quedar como una referencia de un pasado que en algún tiempo nos ilusionó, pero que ahora no tiene ninguna incidencia en nuestra vida.
La otra razón es aún más delicada, porque es la lucha abierta entre Dios y las riquezas: ¿qué nos seduce más? Para éstos, las riquezas. No hay vuelta de hoja. Dios se diluye y aparece el Ídolo de la posesión, del tener, del vivir para poseer. Ya lo había dicho Jesús en el Evangelio: “Nadie puede servir a dos señores…: a Dios y a las riquezas”. Definitivamente, lo que prometía ser una buena cosecha, pues la semilla ya se había transformado en planta, se seca; se acaba; termina por morir; aunque se diga lo contrario.
Finalmente, el último grupo, habiendo superado los tres primeros problemas, da el fruto esperado. El camino es marcado por el evangelio es muy sencillo: oyen la palabra, la entienden y la ponen en práctica; es decir, da fruto. Hasta aquí la parábola.
Sin embargo, lo más importante de este texto es utilizarlo como espejo: ¿dónde estamos? ¿Cómo nos hemos movido? ¿Cuál ha sido nuestra tendencia? ¿Qué actitud queremos tener  ante la palabra?
Pasando a las otras dos lecturas, también de gran riqueza, muy sintéticamente se puede rescatar lo siguiente:
Isaías nos refiere el poder de la palabra: ella tiene la capacidad de penetrar nuestros corazones, y de no volver a Dios, como la lluvia, sin haber dado fruto. ¿Cuál? Hacer la voluntad del Padre y cumplir su misión. La palabra ahí está en lo más profundo del corazón y tiene poder para actuar en nosotros. El reto es cuidarla.
Y San Pablo en la Carta a los Romanos señala que esa palabra son “las primicias del Espíritu”; que esperamos ansiosamente que esa condición de “hijos de Dios se realice en plenitud”. Tenemos ya en nuestro corazón, la semilla de Dios, la semilla de la eternidad; aunque aún no ha terminado el parto que dé a luz la “gloriosa libertad de los hijos de Dios”. Esa es nuestra gran esperanza y por eso Pablo está convencido que “los sufrimientos de esta vida no se pueden comparar con la gloria que un día se manifestará en nosotros”.
Acojamos, pues, esa “palabra”, dejémonos llevar por su fuerza y dejemos que brote toda su plenitud, buscando, como señala Ignacio de Loyola, “en todo hacer y cumplir su santísima voluntad”.


domingo, 6 de julio de 2014

14° domingo Ordinario; 6 de julio del 2014

Zac 99-10; Sal  144; Rom 89; 11-13; Mt 1125-30

El evangelio de este domingo comienza dejándonos escuchar el grito de Jesús al descubrir la acción del Padre sobre los pequeños. Él no está solo; sin embargo, ha comenzado a dudar de los resultados de su propia misión. Por todos lados encuentra oposición y rechazos. El desánimo aparece en Él. Incluso las frases al final de este mismo evangelio parecen testimoniar su cansancio y desesperación. Cuando dice: “Vengan a mí los que están fatigados y agobiados…, y yo les daré alivio…; porque mi yugo es suave y mi carga, ligera”, más bien parece que se lo dice a Él mismo.  La frustración y el desánimo, también están apareciendo en Jesús.
Los planes no le han resultado como esperaba; y de pronto, tiene una revelación en la que experimenta que también el Padre trabaja con Él; que no está solo; que Dios apoya su misión. Y lo que descubre es algo relativamente sencillo, pero que responde al corazón de su misión: a los pobres, a los pequeños, a los excluidos, se les están revelando los secretos del Reino. Por eso Jesús termina esta revelación agradeciendo esto al Padre, “porque así le ha parecido bien”.
Pero, ¿qué le causa tanta emoción a Jesús? ¿De qué secretos se trata? Justo de que están captando que Dios es Padre y que está actuando en favor de los pobres; que a ellos se les está ofreciendo la “buena noticia”, que se les está liberando de toda enfermedad y dolencia, que se les está devolviendo la dignidad perdida de saberse y de ser hijos e hijas de Dios.
Parece extraño, pero esta es la gran revelación de Jesús, a eso vino. A continuación expresa: “Nadie conoce al Hijo sino el Padre y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”. Esta es la gran revelación: al momento que en nuestra vida experimentemos la paternidad de Dios y su acción en la historia para liberar al oprimido, entonces nuestra vida cambiará. Nos sentiremos como Jesús, respaldados en nuestro compromiso con el otro y sostenidos por un Dios que va con nosotros; un Dios que actúa y que con nuestros ojos podremos ir descubriendo en la tierra su acción liberadora y salvadora. Esto es lo que significa ser "contemplativos en la acción", a lo que nos invita San Ignacio.
Sin embargo, como dice San Pablo, para estar en sintonía con Dios, tenemos que dejar de vivir bajo “el desorden egoísta del hombre”, a fin de vivir conforme al Espíritu. Y esto es posible, porque el Espíritu de Dios habita en nosotros; un Espíritu que no es diferente al Espíritu de Cristo; que es el mismo.
Es decir, San Pablo también nos revela que el Espíritu no es algo distinto o separado de Cristo o del Padre. Hay una unidad radical entre los 3 que se despliega para realizar la voluntad salvífica de Dios sobre nuestra historia. El Espíritu, entonces, no hace su obra por su lado; no es independiente de la revelación que encontramos en Jesús. Si decimos que le tenemos devoción al Espíritu o que Él nos guía, el criterio y la clave para saber que eso es auténticamente de Dios, es si nos está llevando a hacer las acciones de Jesús, si nos está llevando a descubrir en el día a día, cómo Dios va salvando a los pobres, cómo les va comunicando su Espíritu, como les va revelando los misterios del Reino, cómo les va devolviendo su dignidad de hijos e hijas de Dios.
Con la ayuda del Espíritu, como termina este párrafo de San Pablo, entonces destruiremos las malas acciones y viviremos. Por un lado, entonces, la acción del Espíritu nos lleva a revisar nuestra vida para contrastarla con los valores del Evangelio; y, por la otra, nos llevará a seguir a Jesús en la construcción del Reino, sabiendo que el Padre realmente está actuando liberadoramente en la historia, a favor de los pobres.
Finalmente, el profeta Zacarías nos alienta en nuestra lucha contra el mal en la historia, al afirmar que Dios viene a nuestra encuentro, “justo y victorioso, humilde y montado en un burrito”; “Él hará desaparecer… los carros de guerra… Romperá el arco del guerrero y anunciará la paz.”
Esta es la gran revelación para los pequeños: una promesa de paz; un fin de la guerra; una protección para los pequeños; una revelación para ellos, pues son los elegidos de Dios.
A nosotros nos queda responder a la invitación que este domingo nos hace: quitar el mal de nuestras vidas, descubrir la acción del Padre en la historia a favor de los pequeños y caminar con el Espíritu de Cristo en la construcción del Reino.