La invitación
que hoy nos hace el evangelio es quizá una de las más fuertes que está presente
en toda la Biblia: “Sean perfectos, como
su Padre celestial es perfecto”, según lo refiere el evangelio de Mateo. Pero
no sólo es Jesús quien nos dicta ese imperativo, sino también el texto de la
Primera Lectura en el Levítico, aunque con una pequeña variante: no habla de “perfección”,
sino de “santidad”: “Sean santos, porque yo,
el Señor, soy santo”.
De ahí, la
pregunta que inmediatamente se nos viene al corazón: ¿quién puede cumplir ese
mandato?, algo parecido a la reacción de Pedro ante la exigencia de Jesús en
torno a la pobreza: “¿Quién podrá
salvarse”? Difícilmente podemos ser “santos” como los que la Iglesia ha
elevado a los altares. ¿Podemos, entonces, ser santos o perfectos como Dios?
González
Faus, teólogo de la liberación, comentaba este texto diciendo que “es más una
revelación que un imperativo. Uds. son santos y perfectos, porque yo, su Padre,
lo soy”. Como si Dios nos dijera: “De verdad, créanselo; Uds. son mis hijos y
por eso ya son como yo. La santidad de ser hijos de Dios ya está en su corazón.
Disfruten, gocen esta realidad; aunque sus comportamientos aún disten mucho de
llegar a ser como yo quisiera que fueran”.
Sea como
sea, lo que queda claro es que si Dios en su palabra dirigida a los creyentes,
nos invita a este ideal que a nuestros ojos parece inalcanzable, para Dios no
lo es: “lo que es imposible para el hombre, es posible para Dios”. Y eso transforma
el imperativo en gozo y en paz. Dios se ha hecho aliado con nosotros y nos
acompaña en el camino de la vida, para ir siendo cada día más como Él quiere;
para irnos haciendo “a su modo”. Él se ha comprometido en Jesús a acompañarnos
en esta gracia de llegar a ser día tras día, más plenamente parecidos a Dios. De
ahí que el imperativo se transforma en gozo: “alégrense, porque son como Dios;
han sido creados a su modo; gocen realmente su filiación divina”.
La pregunta
ahora es de qué se trata: ¿cómo es la santidad de Dios?; pues si no, no sabremos
por dónde tenemos que caminar. Y la respuesta es de lo más sencilla; pero, una
vez más, de lo más exigente: “Sean como su Padre celestial que hace llover
sobre buenos y malos”. Ser como Dios es buscar una justicia mayor que la de los
escribas y fariseos; es trasformar las leyes de nuestro mundo, heredadas de las
culturas primitivas como la misma judía, que sancionan lo que espontáneamente
tiende a hacer el ser humano, como herencia hasta cierto punto de la misma vida
animal: proteges o amas a los tuyos; pero odias al enemigo o, al menos, lo
ignoras y desprecias.
Y aquí está
el punto de inflexión con todas las culturas anteriores. Por eso se muestra tan
terrible esta invitación. Ya no hay que odiar al enemigo; más aún, no sólo
ignorarlo o dejarlo en paz; hay que amarlo. Sí, amar al enemigo; darle más de
lo que pide, de lo que quita, de lo que exige… Esto es la gracia, lo divino, el
modo de ser de Dios; lo otro sigue siendo simplemente humano; nada más.
Es
impresionante el cambio radical que está proponiendo Jesús. No es fácil de
entender, pero menos de vivir. Por eso dice San Pablo a los Corintios. Si actuamos
con los criterios de este mundo, jamás podremos entender la propuesta del evangelio;
pues esa sabiduría mundana, sólo es ignorancia ante Dios. Por eso, si alguien
se aferra a los criterios de este mundo, jamás podrá entender la sabiduría de
Dios.
Esta es la
2ª invitación radical: o cambiamos nuestra mentalidad, o no podremos entender
la sabiduría de Dios, ni tampoco por qué ya somos “santos” y “perfectos” como
Dios.
Finalmente,
es fundamental entender por qué Dios nos pide esto. ¿Dónde está la sabiduría de
este mandato? Justo en lo que esa
conversión interior del corazón va a producir. Si para Dios, nuestro Padre, la
salvación se juega en la relación con lo demás, especialmente en el compromiso
con los más pobres o con las víctimas de los sistemas sociales, entonces es
evidente que “el ojo por ojo” del Antiguo Testamento y del resto de los códigos
éticos de la humanidad, o la “venganza”, o incluso la indiferencia, jamás
construirán el Reino que Dios tiene destinado para sus hijos. Si no rompemos este
círculo vicioso entre el mal que nos hacen y la venganza o desprecio que nos
brinca espontáneamente, jamás podremos hacer que la humanidad sea como Dios
quiere que, a final de cuentas se convierte en el único camino real hacia la
felicidad.
Y como es “gracia”
poder responder a esta invitación, hay que pedirla y disponernos a recibirla.